José A. Ortiz Pinchetti
Transparencia

Madrid, 3 de marzo Exactamente dos horas después del cierre de mesas electorales (casillas) se han conocido en toda España las tendencias firmes de la votación. Un final de película: uno por ciento de diferencia entre los dos punteros. Gana el Partido Popular de José María Aznar, pero su mayoría es demasiado pequeña para amenazar las esperanzas de su contrincante de gobernar de modo estable. Ni siquiera hay la plena seguridad de que el PSOE deje el gobierno.

España se encamina a una crisis política, pero sus instituciones son tan poderosas que el pueblo ha podido asumir este resultado inesperado con gran serenidad. Las elecciones de1996 llegaron al desenlace con un anticlímax.

Cuando Felipe González, Presidente del Gobierno, reconoció la victoriaderrota con una inocultable alegría, puso el eslabón final de una cadena de congruencias. Esta apretada contienda se ha celebrado en una atmósfera de autogestión, autodisciplina y confianza.

Perdónenme, pero no puedo dejar de sentir envidia. Este proceso me coloca como mexicano ante el espejo incómodo de las comparaciones, que son odiosas, pero también dan sus lecciones:

En España, las campañas duran 15 días y todo el proceso electoral 54. En México, una elección federal es un circuito de un año. La campaña presidencial, de 9 meses. En España los candidatos son gente de gran imagen pública. En México, el candidato oficial y la mayoría de los candidatos de oposición son unos desconocidos. Necesitamos del destape, que es un acto cuasimágico, para ungir a un nuevo Tlatoani.

A España, país rico, le salen baratas las elecciones generales: 40 millones de dólares. Ningún partido puede gastar más de 15 millones, y pobre de él si se pasa de ese tope o manipula las cifras. México, país pobre y en crisis, se dio el lujo de gastar en 1994 más de 250 millones de dólares en esfuerzo administrativo. Se calcula que el gasto del partido oficialista superó los mil millones de dólares. En un sólo estado, Tabasco, las elecciones costaron 90 millones de dólares.

En México no hay ningún sistema para controlar el origen, ni el destino, ni el monto de los dineros y los servicios que se ``invierten'' en la lucha electoral. No tenemos ni auditorías a los partidos, ni revisión profunda, ni tribunal de cuentas, como en España.

En España, el proceso es administrado por el gobierno, pero dirigido y supervisado por una junta autónoma. Los nombres del gobierno reconocen abiertamente su filiación política, pero organizan las elecciones de modo impecable, anuncian los resultados en forma transparente. Están acotados por partidos fuertes, prensa feroz y opinión pública celosa.

En México, la administración es eficaz, pero de hecho y de derecho es mucho más poderosa que el consejo general en el que los partidos mayoritarios, a través de sus diputados y senadores, son jueces y partes.

En España las elecciones son justas. La competencia es leal. Todos los contendientes tienen espacios garantizados para exponer propuestas y debatirlas. En México, como lo ha reconocido el presidente Zedillo, la competencia electoral es injusta y desequilibrada. Inmensos recursos, programas y medios de masa bien abastecidos, inclinan la balanza a favor de un partido.

México ha progresado en materia electoral: a) el padrón es confiable; b) el fraude primitivo, el del día de la elección, se ha eliminado virtualmente; c) En 1995, las elecciones locales fueron limpias, con una sola excepción; d) Muchas normas contenidas en la ley del 94 son rescatables; e) No existe (como en España) la fragmentación en cientos de partidos; estamos construyendo poco a poco un sistema de partidos fuertes.

Las reglas sobre proporcionalidad y gobernabilidad en el poder Legislativo son tan malas en México como en España. Supongo que la crisis que se vivirá ahora despertará en los políticos españoles la conciencia de una mayor equidad en la distribución de los escaños, de modo que se refleje mejor el porcentaje de votos.

La diferencia más grande está en la confianza. El pueblo español la tiene en la ley, la autoridad y las juntas electorales, en los tribunales. En todo el sistema. Está seguro de que las cifras proporcionadas son correctas, que nadie se robó votos o los manipuló con alquimia. Desde hace 20 años ha visto sucederse 16 elecciones generales y decenas de elecciones locales impecables.

En México, la desconfianza es profunda. De ahí las leyes barrocas, los múltiples ``candados'', las reformas electorales continuas. Tenemos inscritos en nuestra memoria histórica fraudes propinados a la oposición desde 1929 hasta 1994. Las elecciones no cuentan como fórmula para el recambio político. Los logros recientes son claros, pero insuficientes. La desconfianza no puede ser vencida sin modificar radicalmente la ley prometida solemnemente muchas veces, e incumplida hasta hoy.

El cambio legal es un símbolo indispensable, pero insuficiente. Se requerirá de una práctica democrática de todos los protagonistas, acompañada de libertades amplias y respeto a la opinión pública. Progresivamente, el pueblo de México irá generando primero aceptación, luego confianza y más tarde fe en las elecciones. En esencia, el mismo camino del pueblo español.