La Jornada Semanal, 3 de marzo de 1996
El libro más reciente del prolífico ensayista peruano y profesor de la U. de Filadelfia, José Miguel Oviedo, es Historia de la literatura hispanoamericana , publicado por Alianza Tres. En este ensayo analiza la polémica novela de Eloy Martínez, Santa Evita (Planeta Sur, 1995).
Que Juan Domingo Perón sea la figura política clave de la vida pública argentina de este siglo es, sin duda, un signo trágico de su extraño destino político:hasta hoy no ha podido li berarse de la herencia de este demagogo que fue dos veces presidente, elevado al poder por la fuerza de una masa popular que manipuló y corrompió sin escrúpulos. El caso de Eva Perón, su esposa, es aún más desconcer tante: ha sido convertida en un gran mito nacional, en objeto de culto, en el centro de un santoral político que la mantiene viva casi medio siglo después de muerta. La literatura argentina no ha podido sustraerse a la fascinación de ese mito, que ha sido aludido o tratado por muchos; el asunto ha llegado a traspasar las fron teras del país y ha atraído a escritore s como V.S. Naipaul, o inspirado incluso una comedia musical, Evita, exitosa banalidad mundial. El último intento es la novela de Tomás Eloy Martínez titulada apropiadamente Santa Evita, y puede considerársela como la más atrevida ana tomía e interpretación crítica del mito.
Martínez (Tucumán, 1934), aparte de su larga experiencia periodística (dirigió la sección cultural de Primera Plana en su gloriosa década del sesenta), es ahora, tras el exilio, profesor de la Rutgers University, en New Jersey. Puede llamársele un "novelista del peronismo", no por una adhesión ideológica sino por su obsesiva indagación en ese fenómeno argentino: primero escribió La novela de Perón (1985) y ahora esta Santa Evita . Hay una obvia relación entre ambos relatos, que nacen de un afán por examinar la psiquis nacional y reconstruir su proceso histórico; la diferencia está en el ni vel que alcanza el vuelo imaginativo en la segunda obra, más osada y convincen te. El designio novelístico se advierte desde la primera línea: "Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo la certeza de que iba a morir". No se trata ni de una "biografía novela da" ni de una "novela biográfica", mode los que elaboran una vida sobre personajes muertos. El tema de Martínez no es la vida de Evita, sino su muerte; o más exactamente: su cadáver.
Al comienzo, mi atención tendía a es caparse por los costados del texto, que trataba de reproducir un para mí leja no mundo histórico. A ese afecto contribuían las interferencias del narrador en lo narrado, las citas de libros o personajes reales, las notas al pie de página, cier tas dudosas opciones retóricas que sonaban a préstamos. Pero poco a poco fue ocurriendo el milagro del poder del lenguaje narrativo para hacer de un relato una vivencia cautivante. Hay un punto crítico en el primer tercio de la novela, en el que las intromisiones del narrador quedan absorbidas por la materia misma del libro y el trasfondo histórico se hace indiscernible de lo que es pura ficción. Así, tanto lo asombroso como lo testimonial nos resultan igualmente vero símiles y ya no sabemos dónde acabauno y comienza el otro. Y es la inve nción, cada vez más delirante, la que res ulta el mejor vehículo para retratar cabalmente el peronismo y el papel que el cadáver de Evita juega como metáforadel régi men. La historia política suele ser increí ble y, en el caso de Evita, sólo el lenguaje de la fábula parecía hacerle justicia; l a imaginación popular, estimulada por su vida, se desató tras su muerte y la convir tió en diosa, mártir, inmortal, Santa Evi ta: "Poco a poco, Evita fue convirtiéndo se en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo". El doc tor Ara, quien embalsama admirablemente el cuerpo de Evita y lo transfigura en un objeto perfecto para la eterna adoración de sus fieles, dice algo sobre la vida que Evita tiene ahora muerta, que puede aplicarse muy bien al arte de esta nove la: "A una historia real hay que cubrirla con historias falsas."
El proceso de la novela ha sido largo y tortuoso. Martínez empezó a escribirla en 1991, seis años después de La novela de Perón, y tuvo que redactarla tres ve ces. Narrativamente, lo interesante es que el autor ha dejado trozos del palim psesto a la vista y ha hecho del trabajo de escribirla un tema que se entremezcla con el de las andanzas del cadáver inco rruptible de Evita. Vemos al narrador escribiendo esta novela, fracasando, entre vistando testigos, consultando fuentes e informes (algunos incluso en su forma cifrada), siguiendo como un buen sabueso los enredados pasos del cuerp o por distintas partes de Argentina, Alemania, Italia. Pero al mismo tiempo que los testimonios y documentos se acumulan, todo va adquiriendo un aire pesadilles co, irreal, de locura colectiva en la que participan por igual los simpatizantes y los enemigos, los que la llaman Santa y los que la llaman La Yegua. Los hechos básicos son conocidos: al caer Perón del poder, los militares que lo derrocaron enfrentaron un difícil problema: qué ha cer con el idolatrado cuerpo de Evita,que era objeto de veneración de los obreros peronistas, los campesinos y los que ella llamaba (con una penosa condescendencia de la que tal vez no se daba cuenta) "mis grasitas". La operación de secuestrar, enterrar y ocultar el cadáver, encomendada al riguroso coronel Moori Koeing, se volvió un plan gigantesco, de creciente complejidad y lleno de azares y accidentes, que obliga ban a una vigilancia continua de un cuerpoque era mucho más peligroso muerto que vivo. Los intereses de la cúpula militar y las morbosas manías del coronel se ayudan mutuamente, pero también divergen. Todo se complica porque ade más el cuerpo de Evita ha sido multiplicado en varias copias, casi tan perfectas como el cadáver embalsamado, que parece brillar con una luz interior, respirar cuando nadie lo observa y, pese a la estricta vigilancia y secreto que lo rodea, recibir diarias ofrendas de sus anónimos admiradores. Movido por el supremo desdén, el coronel pasa después a la cul posa admiración del cadáver cuyo cuida do se le ha encomendado y finalmente cae víctima de su propia obsesión, mar cado por la "maldición" que persigue a todos los que tratan de destruir el cuerpoinmortal de Evita. Esa maldición tam bién alcanza al propio narrador, cuyas crisis de depresión y sus frustrados in tentos por retratar a Evita y la necrofílica pasión nacional que despierta, dejan explícitas huellas en diversos pasajes de la novela; escribirla es una especie de exorcismo contra un mal que anida en lo más hondo del alma argentina.
El pathos de la obra crece cuando la historia de Evita extiende sus ramifica ciones y arrastra otros destinos, otras vidas. El melodrama vivido por esa mujer ignorante, provinciana, pobre y pésima actriz que llega a la capital del brazo de Perón, se encarama al pináculo del po der y se convierte en una astuta patrona de los humildes, es más increíble que los que interpretaba en la radio y el cine. Su contrapartida es la tragedia que genera: un país atrapado en la demagogia nacionalista de Perón y Evita, que propusie ron el hechizo de un Estado corporativoa una masa cuya existencia había sido ignorada por la política tradicional. Esas dos fases del conflicto están espléndi damente ensambladas y configuradas como una ficción, el único lenguaje que puede absorber tanta locura, tantas verdades privadas y mitos colectivos. El gran dilema de disponer del cadáver provoca en el último tercio de la novela un vértigo de acción que arrastra com pulsivamente al lector: a esas alturas, el juego de ocultamientos, duplicidad es y engaños crea un dilema donde todo es posible. En el capítulo 15, el coronel, destruido en vida por su obsesión con Evita, ve por televisión la llegada de l hombre a la Luna y, en su borrachera, cree que la caja de herramientas de los astronautas es el ataúd de Evita, cuya verdadera misión es enterrarla en la Lu na. El proceso de mitificación no tiene fin. Tampoco el de contarlo, como dice el narrador en las últimas líneas de la no vela: "No sé en qué punto del relato es toy. Creo que en el medio. Sigo, desde hace mucho, en el medio. Ahora tengo que escribir otra vez". El lector también quisiera seguir leyendo.