Para los cultivadores de la memoria del Generalísimo debe ser ingrato constatar que España no sólo ha dejado de ser grande sino que ahora es incluso más pequeña que sí misma. Punto de partida de una circunstancia incierta y saldo del déficit moral y gubernamental del PSOE, los comicios del domingo dejan al Estado español en una situación de dependencia política con los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco y hasta con los canarios, que se desempeñarán ahora como el fiel de la balanza entre la socialdemocracia exhausta de Felipe González y el postfranquismo residual y domesticado de José María Aznar. Suerte (buena o mala) que las ideas autonómicas aparecieron siglo y medio después que las independentistas; de otra manera, el PP y el PSOE estarían haciéndole la corte a los votos del PRI y del peronismo.
Bromas aparte, la coyuntura por la que atraviesa la Madre Patria no deja de tener su lado trágico: los sufragios para Aznar no fueron necesariamente un acto de libertad, sino el duro ejercicio de una obligación ciudadana para sanear la pocilga que los señoritos y señorones de González han dejado en la administración pública. Tanto o más pesó el pudor por los desmanes y escándalos del PSOE que las simpatías por un político que todavía no aprende a hablar en público.
Esa tragedia prefigura, sin embargo, un panorama promisorio. Empleados con atingencia como paso fundacional de la democracia, el diálogo y la negociación política dejaron de ser necesarios porque los gobiernos postfranquistas Suárez, Calvo Sotelo, González habían dispuesto de claras mayorías en las cortes. Ahora, los polos más enfrentados de la clase política peninsular (el centralismo del PP y los autonomismos e independentismos catalán y vasco, el verbo fácil de González y el programa inflexible de Anguita) tendrán que poner entre paréntesis sus diferencias medulares y trabajar duro para encontrar puntos de acuerdo, tanto para gobernar como para hacer una oposición decorosa.
España es tan pequeña. Y tan grande al mismo tiempo que, como dice Bastenier, es la única nación que puede considerarse provincia de sí misma. Tan grande y tan venturosamente impura que en una noche cualquiera puede reunir e hilvanar con dedos de vaso comunicante la exaltación caribeña de Aralia, la serenidad del desierto de Sheij y Malainin (y el recuerdo de Ali, que está en un Paraíso con huríes y dátiles) y los ojos lacustres de Anna, que miran mucho más de lo que ven.
En las aguas de Cuba está gestándose un conflicto que tiene los ingredientes de la insolencia imperial, los desgarramientos de familia, las determinaciones de la soberanía y todo eso, amén de un núcleo irreductible de valores morales del medioevo español, dicho sea sin ánimo de insultar a Castro, ni al medioevo, ni a España. Más acá de las ideologías, desde el terreno de las vísceras y las afiliaciones afectivas, Manuel Fraga ha salido en defensa de Cuba, y no precisamente por la limpieza técnica con que los pilotos cubanos mandaron al otro mundo a los aviadores de Hermanos al Rescate. Fraga no es el único, pero sí el ejemplo extremo.
Abajo de Gibraltar los papeles se han invertido: los saharauis, nuestros hermanos de idioma, libran una guerra contra Marruecos, más justa y sensata que aquella incursión deplorable en la que el general Fernández Silvestre perdió la vida propia y la de 25 mil hombres y dejó por los suelos el honor de Alfonso XIII. A diferencia de ese militar inepto, empecinado en derrotar al héroe desconocido Abd-el-Krim, los hombres de la República Saharaui no tienen tras de sí a un imperio poderoso. Contra ellos, el secretario general de la ONU, Butros Ghali, se comporta como si fuera el agente de bienes raices de Hassán II. Tras la destrucción emblemática de la Alhambra, ellos podrían ser el nuevo puente entre el mundo hispánico y el árabe. Pero a ellos la España grande o la aglomeración de hispanohablantes, si el término ofendiera a algún nacionalista, sea vasco, mexicano o quechua, la que se extiende desde la isla mediterránea de Minorca hasta la isla pacífica de Pascua, los está dejando solos.