Sergio Aguayo Quezada
Sin amigos

Washington, D.C. Como mexicanos es desagradable visitar los corredores de poder washingtonianos porque uno de los pocos acuerdos que hay entre demócratas y republicanos es su determinación de criticar a México. Ante eso, el gobierno de Ernesto Zedillo hace lo que puede, que es bastante poco.

En 1994, y la mayor parte de 1995, el gobierno de Bill Clinton tomó enormes riesgos políticos y económicos para respaldar al gobierno mexicano y al PRI, porque en ellos y con ellos ven garantizados los intereses y la seguridad estadunidense.

El respaldo se mantiene pero hay amistades que pueden ser incómodas y a medida que se acercaba el año electoral, el presidente Clinton empezó a poner distancia con el gobierno de México y a sacar la hosquedad (en el caso de otros como los senadores Alphonse D'Amato o Jesse Helms, la hostilidad hacia las autoridades mexicanas es vieja y profunda).

A finales de 1995, y pese a que era parte del Tratado de Libre Comercio, el Ejecutivo pospuso la apertura de la frontera a camiones mexicanos y también empezó el proceso para imponer restricciones a la entrada de jitomates mexicanos al mercado etadunidense. En otro frente, y ya en 1996, la Casa Blanca arreció su embate contra la migración mexicana incrementando los obstáculos en la frontera y criminalizándola. En todos y cada uno de estos incidentes el gobierno mexicano se justificó como pudo, mientras protestaba sin resultado alguno.

En los primeros días de febrero amainaron los apretones por la migración, pero después de una breve pausa empezó una ofensiva estadunidense centrada, esta vez, en el narcotráfico. De acuerdo a una ley de 1986 el Ejecutivo tiene que informar al Congreso, el primero de marzo de cada año, sobre las acciones de diversos gobiernos diciendo cuáles merecen ser ``certificados'' y cuáles reprobados. El castigo para los mal portados es la suspensión de todo tipo de ayuda económica estadunidense.

En años anteriores la certificación ha provocado raspones y tensiones con el gobierno mexicano, pero nunca había tomado las características y los niveles que adquirió en 1996. La Casa Blanca lanzó una ofensiva cuidadosamente planificada que tiene una lógica electoral, que se manifiesta en público y en privado, y que ha buscado demostrar que hacia México no habrá ni concesiones ni debilidad.

La vertiente pública la empezó la procuradora Janet Reno el 13 de febrero cuando aseguró que a México le faltaban leyes adecuadas para combatir el narcotráfico. En esa misma ocasión un funcionario de la DEA agregaría que el gobierno de México no colaboraba lo suficiente en el combate a la producción de drogas sintéticas derivadas de la efedrina. Otros congresistas y funcionarios, como el director de la CIA, agregaron el enorme poderío que está alcanzando el narcotráfico en México y cómo eso afecta los intereses estadunidenses.

Mientras eso pasaba, funcionarios federales empezaron a filtrar al New York Times y al Washington Post información que condenaba al gobierno de México y subrayaba que en el equipo de Clinton se debatía intensamente la conveniencia o no de certificar a México. La estrategia funcionó porque el tema empezó a meterse en la agenda pública de los dos países.El gobierno mexicano reaccionó enumerando sus acciones contra el narcotráfico, tomando acciones espectaculares, como la detención y expulsión de Juan García Abrego, y desconociendo la legitimidad que tenía Estados Unidos para andar juzgando a países como México. Esta última idea no es nueva, se ha utilizado en diversas ocasiones y busca resaltar el fariseísmo del principal consumidor de drogas del mundo que evade sus responsabilidad culpando a los proveedores. Esta línea argumentativa es lucidora y en el pasado le redituaba muchas simpatías al gobierno entre los nacionalistas mexicanos.

En ocasiones anteriores correspondía al senado de la república, a los líderes del PRI o a funcionarios menores hacer las declaraciones que, cargadas de adjetivos, condenaban el intervencionismo y la hipocresía estadunidense. Esta vez, la defensa la asumieron abiertamente el cuerpo diplomático en Nueva York y Washington (cartas públicas del cónsul Jorge Pinto, del embajador Jesús Silva-Herzog y del agregado de prensa Víctor Avilés), el secretario de Relaciones Exteriores y el procurador general de la república.

Para completar el efecto de declaraciones y epístolas, e inquietos por la posibilidad de que fueran ciertos los gruñidos que salían de la Casa Blanca, el gobierno mexicano organizó un viaje a esta capital para presentar sus puntos de vista. La misión estuvo encabezada por el canciller, por un subsecretario (Juan Rebolledo) y por un procurador (Rafael Estrada Sámano). Aunque en público se resaltó la versión oficial, washingtonianos enterados de lo que pasó en privado hablan de críticas muy severas al gobierno mexicano.

Es difícil decir cuál fue el efecto de las acciones del gobierno mexicano. Es indudable que lograron influir en la discusión estadunidense porque diferentes medios reconocieron la justeza del argumento mexicano y reconocieron la necesidad de que Estados Unidos haga más para controlar el apetito por drogas de su sociedad.Pese a ello, una versión muy extendida en esta ciudad es que la certificación ya estaba decidida de antemano y que por la enorme debilidad de México es poco lo que el gobierno puede hacer, salvo aguantar con estoicismo las críticas. En estos momentos, México es utilizado como costal de calentamiento para los peleadores.

Faltan ocho largos meses para las elecciones de noviembre y en ese tiempo seguirá la andanada de críticas al gobierno de México (y en ocasiones a la sociedad). Clinton entregó la certificación al Congreso que tendrá los próximos 45 días para discutir si la acepta, rechaza o modifica. Habrá audiencias en donde saldrán los males, reales o inventados, que nos aquejan. Si se cansan de hablar de las drogas pueden elegir entre la migración, el comercio, la corrupción y la falta de democracia. En algunos las condenas serán auténticas; en otras el resultado de las relaciones públicas de año electoral.

Al mismo tiempo que todo esto pasa, se gesta una corriente de simpatía hacia México que está haciendo una clara, y necesaria, diferenciación entre sociedad y gobierno. Sus características y posible importancia, que comentaré en otra ocasión, influirán en los capítulos futuros de una relación que sigue modificándose y reconstruyéndose a pasos agigantados.