Luis González Souza
Estados Unidos al filo de la navaja

Desde que se convirtió en una potencia, Estados Unidos enfrenta hoy más que nunca el eterno dilema de renovarse o morir. De hecho, el tiempo se le agota para renovarse. Porque, de acuerdo a la teoría de los ciclos históricos, del connotado historiador norteamericano Arthur Schlesinger, a Clinton correspondía ya emprender una gran renovación, como antes lo hicieran John F. Kennedy y los dos Roosevelt (Teodoro y Franklin) en sus respectivas épocas.

La renovación hoy de Estados Unidos es exigida casi a gritos tanto por factores internos como externos. Aquellos se resumen en la ya prolongada crisis estructural de Estados Unidos, calificada así por el propio Clinton al inicio de su mandato. Mientras que los factores externos se condensan en la evidente necesidad de un nuevo orden mundial, que el mismo Bush prometiera tras el fin de la guerra fría y, más concreto, tras el fin de la guerra del Golfo Pérsico.

Por azares de la globalización, esos retos internos y externos están más interrelacionados que nunca. Pero si hubiese que jerarquizarlos, nos inclinaríamos por la primacía de lo externo en este caso. Es cierto que mientras no se renueve la desgastada democracia a la americana (anacrónico bipartidismo por delante), Estados Unidos difícilmente superará su crisis. Igual o más cierto es que mientras la gran potencia no supere, o al menos mitigue, su legendario mesianismo (derroche armamentista, injerencismo por doquier, generación sistemática de enemigos, entre otros saldos) será imposible que Estados Unidos se concentre en su tarea principal: instaurar un nuevo orden nacional antes que mundial.

Como sea, el dilema de Estados Unidos puede reducirse a lo siguiente: o utiliza bien lo que le queda de capital como potencia, o acelera su derrumbe. O se decide a jugar un papel tan constructivo como ejemplar en el nuevo orden mundial requerido, o en su defecto acabará hundido por demasiados flancos externos de guerra (no necesariamente militar).

Cual justicia divina, América Latina, y Cuba en particular, son hoy la piedra de toque para el dilema de Estados Unidos. Nadie como los países latinoamericanos han sufrido los estragos del mesianismo estadunidense: la Doctrina Monroe no ha sido sino la aplicación más punzante del Destino Manifiesto. Y nadie como Cuba ha sufrido un embate tan prolongado de la gran potencia. En consecuencia, los retos de Estados Unidos se sintetizan, hoy por hoy, en la capacidad para inaugurar nuevas relaciones, tan constructivas como democráticas, con su otrora (?) traspatio latinoamericano, comenzando con su eterno y enorme enemigo: la pequeña pero siempre digna Cuba.

La tentación de aprovechar el actual desorden mundial para aplastar de una vez por todas a Cuba, sin duda es grande. De hecho, la aprobación de la Ley Helms-Burton parece indicar que el gobierno de Estados Unidos ya cayó en esa tentación. El precio de ello, sin embargo, se antoja incuantificable. Parece ser, sin dramatismo, un precio histórico.

Si a estas alturas del siglo XX en que ya no hay el pretexto de la expansión comunista; si una nueva democracia (también en lo internacional) es lo primero que exige un orden en verdad nuevo; si hasta aliados tan caros para Estados Unidos. como Canadá, repudian la tal Ley Helms-Burton; si Cuba misma ya comenzó a liberalizar su economía y todo lo que pide es sobrevivir como una nación digna; si a pesar de todo ello Estados Unidos insiste en aplastarla, entonces la suerte de la gran potencia quedará prácticamente echada.

Aplastar en vez de respetar a Cuba, significaría que Estados Unidos de plano habría agotado su histórica capacidad de renovación. Significaría que Estados Unidos decide jugar el resto de su capital a base de aquello que alguna vez lo hizo una gran potencia y que ahora precipita su declive: el mesianismo y el abuso, hasta el virtual suicidio, del poder.

Ojalá estemos equivocados, porque la muerte de Estados Unidos por embriaguez de poder, tendría imprevisibles consecuencias para todo el mundo. Pero nadie más que el pueblo norteamericano tiene la última palabra. Pocas oportunidades para hacerse oír como las próximas elecciones (no obstante su degeneración mercadotécnica, entre otras cosas).