Carlos Bonfil
Fuego contra fuego

Michael Mann, notable especialista del thriller violento, puede sobrecargar sus tramas con clichés de melodrama y diálogos soporíferos, y concentrar en una última media hora estupenda todo el rigor de su propuesta a la mandera de Don Siegel o Sam Peckinpah, sus influencias más evidentes. Frente a los realizadores del neo-thriller, de preocupaciones morales y tonos semitrágicos, inspirados primordialmente por el cine de Martin Scorsese, un director como Mann recurre a fórmulas clásicas y alterna sus escenas de acción con el catálogo previsible de desventuras conyugales o extramaritales de sus protagonistas masculinos. La cinta eficaz que podría durar hora y media se prolonga así innecesariamente hasta casi tres horas.Neil McCauley (Robert de Niro) es el profesional del robo a mano armada y el asesinato a sangre fría: un ex presidiario decidido a proseguir su carrera criminal y a no regresar jamás a la cárcel. Vincent Hanna (Al Pacino) es el policía violento e irascible que escupe sus órdenes y ostenta aires de mafioso. Su vocación es perseguir asesinos, aunque, confiesa con gravedad, en realidad ``me persigo a mí mismo''.

El guión, del propio Mann, abunda en inconsistencias y solemnidades de esta índole. Y si bien De Niro interpreta su papel con la sobriedad característica, Pacino, en cambio, es un inagotable delirio de sobreactuación. De haberse invertido los roles centrales, Pacino habría sido un verdadero psicópata asesino. Como policía incorruptible sólo es un Serpico golpeadísimo, renuente a la jubilación, agotado.

Un primer encuentro De Niro-Pacino en una cafetería señala que el interés principal de Michael Mann es insistir en la confrontación de sus dos estrellas, encarnando, cada una a su manera, modelos de reciedumbre moral y propósitos sólo en apariencia opuestos. En el fondo, sugiere el director, ambos personajes se parecen demasiado. Representan dos crisis similares de la edad madura. Se reconocen en el desarraigo existencial y propician de igual manera el fracaso amoroso. ``Mi vida confiesa el policía Vincent Hanna, es una zona de desastres''. En ambos es esencial la afirmación personal en el diario desafío del peligro y en las rutinas del fogueo callejero en los barrios de una ciudad, Los Angeles, que es la anticipación más elocuente del apocalipsis cercano.

McCauley, por su parte, es víctima de las exigencias de su propio código moral: ``Nunca te comprometas (sentimentalmente) con alguien a quien no puedas abandonar en 30 segundos cuando la policía (el peligro el heat del título original) anda cerca''. Michael Mann describe el desastre urbano una ciudad a merced del narcotráfico, de un sadismo criminal cercano al terrorismo, donde es imposible la regeneración de los delincuentes, y lo opone a los estados mentales (igualmente caóticos) de sus protagonistas centrales.

En una secuencia sobrecogedora la balacera interminable después de un fallido asalto a un banco aparece clarísima la marca de Sam Peckinpah (La pandilla salvaje, La huida). La calle se vuelve escenario de un verdadero teatro de crueldad donde los ciudadanos sucumben a las ráfagas de metralla de manera gratuita, estúpida. (En esta secuencia, Val Kilmer se muestra estupendo). Visualmente, son pocas las películas que manejan escenas de violencia con semejante ritmo y despliegue coreográfico. Habría que pensar en el cine de Jon Woo (The killer) o en el de Roger Avary (Killing Zoé) para encontrar impulsos parecidos.

Desafortunadamente, lo que en aquellos cineastas es una brillantez sostenida que desconoce el lastre de tramas sentimentales secundarias, en Michael Mann se vuelve punto climático de un argumento muy débil. Resultan curiosos los arranques líricos que Mann pone en boca de De Niro: la comparación de una panorámica nocturna de Los Angeles con el mar de las islas Fidji cuando por la noche las algas marinas se vuelven fosforescentes, etcétera.Si se exceptúan las gratificaciones visuales de sus mejores secuencias invariablemente violentas, Fuego contra fuego semeja, a fin de cuentas, un drama sobre el envejecimiento, sin la grandeza de una cinta de Clint Eastwood y con el tono plañidero, autoconmovido, de Perfume de mujer.