Pablo Gómez
Para leer a Zedillo

El reciente discurso de Ernesto Zedillo ante la burocracia priísta ha sido mal leído por comentaristas y críticos. El presidente ha expuesto una postura partidista: lo local no es jurisdicción federal; el que pide reforma, que asuma sus consecuencias; los resultados oficiales de las elecciones son la verdad jurídica y política; una nueva reforma electoral es indispensable ante la situación interna y externa de México.

El carácter partidista de las posiciones de un presidente no es criticable. Es del todo natural como ocurre en otras partes que el jefe del poder Ejecutivo asuma las pautas de la formación política a la que pertenece. Cierto que no en todas partes es el mandamás de su partido, pero suele serlo en muchos países.

Lo peculiar es que los presidentes mexicanos son jefes de un partido que se convirtió en Estado y, al ocurrir esto, el sistema político, la justicia y toda la administración pública quedó en manos de una sola formación, de un solo grupo que cuenta con sus propias normas no escritas, cuyo eje es el presidencialismo extremo.

Zedillo está haciendo más o menos lo mismo que sus antecesores, es decir, está imponiendo a todos una cierta y muy limitada modificación de reglas y, por ello, en lugar de una gran reforma democrática del Estado hace discursos y expone cómo funcionará el gobierno y qué relaciones tendrá con los demás, incluyendo a los integrantes de la enorme burocracia priísta.

Como líder de su partido, el presidente de la República ha tenido que acatar la exigencia de no admitir las llamadas concertacesiones, que no son otra cosa que acuerdos ilegales ante otras ilegalidades, es decir, el mal arreglo de las defraudaciones electorales. Ahora, el PRI y su jefe están diciendo que a fraude dado ni el presidente lo quita; más o menos.

Pero Zedillo está poniendo de manifiesto que no existe ningún proyecto democrático en su gobierno. Cuando Zedillo habla de reforma electoral, no propone absolutamente nada concreto. Lo que ocurre es que el PRI acude a las negociaciones con unas cuantas propuestas insignificantes para poder decidir entonces qué sí admite y qué no admite de los proyectos de las oposiciones. Eso no es un proceso de reforma sino un regateo.

Si el presidente y, consecuentemente, su partido quisieran en verdad el cambio democrático, estarían muy activos impulsando una plataforma de cambios legales y ya se comportarían de otra manera.

La cuestión no consiste en la jefatura del presidente de la República dentro de su partido, sino en el uso ilegal del aparato público y de los dineros de erario en favor de ese mismo partido. La cuestión radica también en el uso del poder para servir al sistema de corrupción que existe en México.

Un ejemplo: el gasto electoral en Tabasco, de por lo menos 241 millones, fue realizado por un partido político y no sólo por un candidato a gobernador. Quien gastó fue el PRI, es decir, el Estado mexicano, pues el comité priísta en Tabasco carece de existencia independiente, por más que influyan ahí ciertos caciques locales. Como esto se sabe mejor dentro del gobierno que fuera, el presidente de la República protege a Roberto Madrazo, a través de una relación de complicidad, la cual es uno de los ejes fundamentales del sistema político mexicano.

Lo mismo ha ocurrido con Figueroa: el Congreso federal debió abrir juicio político contra el gobernador de Guerrero luego del informe presentado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en el cual queda claro que Rubén Figueroa tiene responsabilidad política en la matanza de Aguas Blancas, ya sea por acción (órdenes precisas) o por omisión (no impedir la arbitrariedad policiaca, ya que él jefatura a los policías).

Quien juzga en México las violaciones a la Constitución, de parte de los más altos funcionarios de la Federación, no es la Suprema Corte sino el Congreso de la Unión y, complementariamente, las legislaturas de los estados en el caso de los gobernadores: baste leer la Carta Magna.

Cuando caigan Figueroa y Madrazo será porque mantenerlos se haya convertido en un costo mayor que el deshacerse de ellos.

Algunos quisieran que el presidente actuara al margen, e incluso en contra de su partido. Eso no es posible en casi ninguna parte. La ``sana distancia'' anunciada por Zedillo fue una manera de satisfacer ciertos reclamos mal expresados. No es por ese lado que México puede abrirse a la democracia. El problema sigue siendo el de la existencia de un sistema de partido-Estado, notoriamente empeorado con las nuevas tesis de feudalización del país, las cuales fomentan aún más las complicidades corruptas.

El Estado corrupto, el sistema de complicidades, el patrimonialismo, los fraudes electorales, la subordinación del legislativo al Ejecutivo, la perversión de la justicia y todos esos fenómenos perniciosos que caracterizan el sistema no democrático y no de derecho que existe en México, no se van a superar con una ``sana distancia'' entre Zedillo y el PRI, sino con la derrota de ese partido. Una reforma profunda del Estado mexicano sería la derrota del PRI, sin duda.

Seguir soñando en el presidente mesías priísta, naturalmente que al fin llegue para cambiar las cosas, para superar ese sistema que arrebata derechos a los ciudadanos y a la sociedad, es perder el tiempo. A Zedillo hay que leerlo como lo que es: el jefe de un partido que se apoderó totalmente del Estado y que a pesar de sus tropiezos quiere seguir siendo en esencia lo mismo que ha sido hasta ahora. La burocracia priísta pasó del estatismo al neoliberalismo sin atender la cuestión de la democracia, pues no existen demócratas en el PRI, o casi, que es lo mismo.