En términos relativos, el presidente Ernesto Zedillo atraviesa por un buen momento. Su mejor posición no es, sin embargo, resultado de sus acciones tanto como de una serie de circunstancias que lo favorecen. Quedó muy atrás el día en que en Los Pinos se redactó un borrador que contemplaba la renuncia del presidente, o en que los líderes priístas especulaban con la próxima caída de la Bolsa de Valores. Para Zedillo, lo peor parece haber pasado ya.
Las encuestas que realiza periódicamente la Oficina de la Presidencia para medir el grado de aceptación (o rechazo) que produce Ernesto Zedillo entre la población, muestran una opinión pública dividida sobre su desempeño como jefe del Ejecutivo. No es nada de lo que pueda alardear el presidente, pero se trata de una mejoría significativa con respecto al año pasado. La recuperación en las principales variables macroeconómicas también contribuye al fortalecimiento de Zedillo al frente del gobierno; al menos, la caída continua del Producto Interno Bruto ha empezado a revertirse.
Los elementos subjetivos y las condiciones económicas (relativamente) más favorables, se traducen en una mayor confianza del presidente Zedillo en sí mismo, lo que lo lleva a salir de Los Pinos con mayor frecuencia e, incluso, a intentar dictarle términos a las demás fuerzas políticas nacionales. La nueva actitud se deriva de los pronósticos que se hacen sobre lo que resta del año: sin retos electorales estratégicos o presiones financieras anticipadas, 1996 aparece desde ahora como un periodo propicio para la recuperación del poder presidencial.
Para que esto pudiera ocurrir, sin embargo, Ernesto Zedillo tendría que contar en su calidad de presidente de la República con una estrategia propia sobre la reforma política y la modernización económica de México. Al carecer de uno y otro programa, el ejercicio del poder se ha integrado por una serie de medidas tardías, parciales y confusas que sólo han logrado, a lo más, postergar la resolución efectiva de los principales asuntos políticos, sociales y económicos del país. En vez de un plan maestro o una visión de gobierno que guiara sus acciones, el presidente Zedillo prefiere encerrar las soluciones potenciales a los problemas que enfrenta en un laberinto de leyes, plazos, chicanerías y trámites.
La referencia insistente que gusta hacer Zedillo al Estado de derecho le permite salir al paso de las crisis que estallan periódicamente, pero no implica un compromiso honesto y duradero con ninguna de las propuestas alternativas que compiten hoy en día por definir la transición democrática. El presidente ha recurrido de manera oportunista a aquel partido, grupo o facción que, en una coyuntura dada, le proporciona la fuerza necesaria para lograr un objetivo concreto. Así, ha utilizado a lo largo de su mandato, y de manera sucesiva, a los partidos de oposición, a la Procuraduría General de la República, a los diputados priístas, al Ejército y, más recientemente, de nuevo al PRI para promover sus propios intereses.
De este modo, el discurso errático del presidente Zedillo adquiere un patrón predecible. La ocasión es la que determina la alianza coyuntural que el presidente ha buscado y realizado en los meses que han transcurrido en el sexenio. Así se explica el júbilo momentáneo de Roque Villanueva, quien creyó en su momento que el régimen entero dependería de su voto, o la rabia desbordada de los jefes panistas que festejaron prematuramente la toma del poder. Naturalmente, la lógica que guía las acciones del presidente Zedillo impide concebir en sí misma una transición pactada, con plazos y esquemas definidos de antemano.
En vez de ello, es claro que en cada coyuntura el Ejecutivo tiene un interés distinto que modifica el escenario de la negociación. En este momento el presidente Zedillo considera que todo actúa a su favor, y le apuesta a una alianza estática con el PRI, el Ejército Mexicano y el Tesoro estadunidense. Pero esta alianza funciona por ahora sólo porque el gobierno se propone mantener las cosas tal como están, sin intentar reformar, mejorar o, incluso, cambiar ninguna de las estructuras de poder, corrupción o injusticia que prevalecen en el país. La sociedad, en respuesta, se ha contentado con otorgarle al presidente Ernesto Zedillo una calificación de 5.7 por los esfuerzos realizados.