Jordi Soler
El infierno de la recamarera

La ausencia de unas gotas de leche para darle cuerpo al té, es más de lo que puede soportar un músico inglés. En marzo de 1973, en un hotel de la ciudad de Nantes, el cantante Robert Plant enfrentó este drama luego de marcar los números del room service: la falta de leche era un asunto consumado. No tuvo más remedio que convocar a sus asistentes y armar un batallón de desmantelamiento, que transformó la fisonomía de la habitación en unos cuantos minutos: quitaron las puertas, los closets, los muebles del baño, el tapiz de las paredes y la alfombra; es decir, dejaron a la habitación situada en esa infancia arquitectónica que se conoce como ``obra negra''.Después, a manera de intermedio, el cantante y sus desmanteladores recurrieron a una manguera descomunal que les permitió sofocar, por todos los rincones del piso, un incendio imaginario. El saldo fue una catarata por el cubo de los elevadores y un corredor en donde el agua alcanzaba el nivel de los tobillos. El punto final, el cerrojazo antes de irse a dormir, fue aplicarle una tanda de hachazos a las puertas que habían desmontado, hasta que consiguieron reducirlas a una colección de piezas de madera, que no rebasaban el práctico tamaño de un palillo. Al día siguiente Peter Grant, el manager de la banda de Plant que era Led Zeppelin, pagó por los destrozos una suma considerable.

Unos años antes, del otro lado del mundo, en el hotel Drake de Nueva York, se desarrolló una pataleta similar. Ahí no se trataba de la ausencia de leche en el room service, sino de una grabadora desaparecida. Todavía norteado por las brumas de una fiesta personal, el baterista Keith Moon despertó con deseos de oír un casete en su grabadora. Conviene decir que la noche anterior, Moon había interrumpido los molestos ensayos de trompeta que ejecutaba el bajista Entwistle en la habitación contigua, por el método nada ortodoxo de arrancar el excusado de su baño y derribar con él la puerta. El bajista, que entrenaba para trompetista, entendió que su ensayo podía resultar molesto, a juzgar por el estruendo y por el retrete de porcelana que descansaba en su alfombra.

Keith Moon despertó y además de no encontrar su grabadora, descubrió que sus colegas, que por cierto eran los Who, lo habían encerrado para que no despedazara más puertas, ni desatornillara más retretes. Todavía norteado por las brumas de esa fiesta personal, que había tenido lugar en el conocido territorio de su buró, se puso a escarbar con un cuchillo mantequillero en la pared que lo separaba del póker de sus amigos. Mientras escarbaba pudo escuchar que su grabadora funcionaba en algún lugar de la otra habitación.

Este detalle, según confesaría después, fue el detonante para que su cuerpo de baterista ansioso trabajara con la intensidad que, horas más tarde, le permitió derribar una parte del muro y aparecer todo cubierto de cal en medio del póker de sus amigos. Sin saludar ni sacudirse el polvo, cogió una linterna sorda y se encaminó hacia la música que emitía su grabadora. Llegó al interior del baño en donde uno de sus ingenieros se deleitaba con su grabadora mientras vaciaba plácidamente su sobrelastre intestinal. Quién te prestó mi grabadora?, preguntó Moon, y sin dejar tiempo para la respuesta, asestó un golpe de lámpara sorda contra la boca muda del ingeniero. Regresó sobre sus pisadas de cal, saludó a los jugadores de póker y antes de desaparecer por el boquete en la pared, enseñando su grabadora, dijo: ``Ahora sí podremos tener algo de diversión''. El juego de póker se desarrolló normalmente, después de todo Keith Moon se había conducido con moderación, ni la puerta ni el excusado habían sufrido más daños.

En aquella rabieta del hotel de Nantes, durante las maniobras de desmantelamiento, también tuvo lugar un gesto característico de Robert Plant: para exorcizar al diablo de la ira que le causaba la ausencia de leche en su té, arrojó la televisión por la ventana. A la cuenta que incluía los gastos del mobiliario y la inundación, se agregó el precio de la Trinitron que se había extinguido contra el piso del estacionamiento. Peter Grant, sin discutir, entregó su tarjeta de crédito. El gerente del hotel, aliviado porque los destrozos habían sido provocados por una banda solvente, comentó que uno de sus sueños era arrojar la televisión por la ventana, como lo había hecho Mr. Plant. Grant, conmovido por semejante confesión, agregó el precio de otra tele en su boucher e invitó al gerente a que hiciera realidad su sueño.

La cuenta de la estancia de Keith Moon en el hotel Drake no fue tan elevada, considerando el ruidoso festejo de sus veinte años de edad, que tendría lugar una semana después en el lobby de un Holiday Inn texano. En aquella celebración tumultuosa que costó 24 mil libras, el legendario baterista bañó de alcohol y viandas al personal, tocó solos maratónicos de tambos sobre muebles y figurillas de Lladró, se rompió dos dientes en un traspiés festivo y cuando llegó el cuerpo de seguridad, huyó desnudo al estacionamiento y robó un Lincoln Continental que condujo, con notable maestría, hasta el fondo de la alberca.