La carrera política de Boris Yeltsin muestra que su criterio fundamental para tomar decisiones es el de mantenerse en el poder, por lo cual está dispuesto a cambiar de principios si ello es necesario para conseguir aquella meta. En otras palabras, es un hombre de principios flexibles. En la trayectoria política de este personaje se pueden distinguir tres fases.
Comenzó su carrera política como militante del Partido Comunista de la Unión Soviética, llegando a ocupar un puesto en el buró político, o sea, era una de las quince personas que tomaban las decisiones cruciales del país.
A partir de la desintegración de la Unión Soviética aparece un Yeltsin sosteniendo principios radicalmente opuestos a los que defendía cuando era comunista. Pasa a ser el impulsor de las reformas económicas, de la privatización y del capitalismo ruso. Estos cambios se introdujeron a marchas forzadas. Si a comienzos de 1993 no existían trabajadores de la industria privada, ya a mediados de 1994, 80 por ciento de ellos laboraba en empresas privatizadas.
Los resultados de las reformas económicas han sido catastróficos para el país. Entre enero de 1992 y fines de 1995, la producción industrial cayó 50 por ciento, mientras que los salarios, cuando pueden ser pagados, lo han hecho en 20 por ciento. Por otra parte, ha aparecido el desempleo abierto, a la vez que la economía y la sociedad se polarizan entre un sector inmensamente rico, que adopta un patrón de consumo ostentoso que compite con el de los petroleros árabes, mientras que los jóvenes y los ancianos van cayendo en la miseria. Además, la delincuencia y la inseguridad campean por el país; la corrupción, extremadamente ligada con la privatización, se difunde como la levadura; y un país, que desde hace ya varios siglos ha desempeñado un papel decisivo en los asuntos políticos mundiales, pasa a ser sistemáticamente humillado, ve desintegrada su esfera de influencia y, eventualmente, podría ver que las tropas de la OTAN se desplieguen hasta sus fronteras occidentales.
Conducir a Rusia al caos económico, a la descomposición social y política y a la humillación debía, necesariamente, tener un costo político. Ello se reflejó en los resultados de las elecciones parlamentarias de diciembre de 1995, en las que el partido encabezado por el primer ministro de Yeltsin obtuvo 10 por ciento de la votación, colocándose en tercer lugar, después de los comunistas (22 por ciento) y de la extrema derecha (11 por ciento).
En junio del presente año tendrán lugar las elecciones presidenciales y ya Yeltsin ha manifestado que será candidato a la reelección. Esto lo ha obligado a cambiar nuevamente de cara, a ir abandonando los principios que defendió en los últimos cinco años y a ir sustituyéndolos por otros. Despide al ministro de Relaciones Exteriores, acusándolo de no defender cabalmente los intereses rusos ante Occidente, y al primer viceministro Anatoly Chubais, que era el encargado del programa de privatizaciones de la economía, a la vez que el ministro del Interior se pronuncia por la nacionalización de cinco grandes bancos y de seis enormes compañías.
Además, con el propósito de reactivar la economía, el presidente Boris Yeltsin anuncia que aumentará el gasto público, para así generar una impresión artificial de que la economía está en proceso de recuperación.
En resumen, en menos de una década, Yeltsin ha mostrado tres caras: la comunista, la anticomunista y la populista.
El Occidente está apostando a que la última cara de Yeltsin sea meramente temporal, mientras transcurre el proceso electoral, y que si nuevamente es elegido presidente, se sacará la máscara populista, reapareciendo en su papel de promotor del capitalismo