Marguerite Duras ha muerto. Me invade de pronto la sensación de que tal vez esto es el verdadero sentido de un final de siglo. No el cambio insignificante de una fecha por otra, en cuatro años, sino el vacío repentino que dejan estas presencias imantadas que son, para algunos entre quienes me cuento, las personas que dieron carácter a las últimas cinco décadas que hemos vivido.
Su primera novela apareció hace 53 años, cuando ella tenía 29 (nació el 4 de abril de 1914). Haber sido guionista del director Alain Resnais en Hiroshima mi amor le dio una cierta popularidad que parecía injusta porque su propia obra novelesca, muy personal y lírica, era en el fondo ya más importante que esa película. Publicó cerca de 70 libros. algunos de ellos brevísimos. La mayoría fueron novelas, pero también varias obras de teatro, relatos, crónicas y guiones. Además dirigió 19 películas fundamentales para la historia del cine francés, por lo que la revista Le Cahiers du Cinéma le dedicó un número monográfico doble en 1980. Una de ellas, India Song, es sin duda un clásico y sus imágenes increíblemente pausadas de una pareja bailando, y amándose con pasión desgarrada frente al espejo de un gran salón, resuenan como reflejos en la mente de toda una generación.
Hasta antes del éxito inmenso de su novela El amante, de 1984, Marguerite Duras era una escritora muy activa pero relativamente marginal. No era una desconocida sino uno de esos autores que generan alrededor de sus obras un culto: un grupo reducido de seguidores que no pierden uno de sus pasos, de sus palabras impresas; y que perciben su manera de ver las cosas y decirlas como una presencia indispensable en la vida. Libros que dicen mucho de lo que sentimos y que sólo puede ser expresado desde la literatura, con la fuerza y la sutileza de una mirada poética, penetrante, dura y suave a la vez.
Su casa editorial fue durante muchos años Les éditions du Minuit. La misma que publicó con fidelidad a Samuel Beckett, a Claude Simon, a Robe Grillet. Casa en el sentido más amplio: hogar donde todas sus obras son bien recibidas y criadas. En algunas temporadas aparecían cada dos meses libritos hasta de 30 páginas, en tirajes brevísimos. Publicaciones para los iniciados en el rito Marguerite Duras. Yo lo ejercí durante casi ocho años en una de las tres o cuatro librerías de París en las que con certeza se encontraban todos sus libros. Era un lugar de culto a unos cuantos autores. Una galaxia reducida pero muy luminosa y atrayente. Estaba en la Rue Rambuteau y se llamaba Mil Hojas, nombre ideal para una librería que antes había sido pastelería y ahora, desde hace un par de años, una tienda de plantas. Un lugar muy ``durasiano'', donde los personajes que aparecen una y otra vez en los diferentes libros de esta autora podrían deambular entre los libreros o podríamos verlos pasar por afuera de las ventanas. Si pasan de un libro al otro podrían tal vez pasar entre nosotros. Y cuando menos los esperábamos lo hacían.
Entre la extravagancia adivinada por múltiples indicios y la invisibilidad de su vida, Marguerite Duras hacía llegar hasta nosotros una voz inconfundible, una respiración sólo de ella, un concierto de pausas que al ser escuchado detenía el tiempo. Ese alto poético alertaba a la sensibilidad. Nada que tocaran sus libros podría ser ya lo mismo.
Era alguien que había regresado a nosotros después de varias temporadas en el infierno, en los infiernos de su vida: volvió de la muerte, de la locura, del alcoholismo. Nada hizo sin pasión extrema. Y esa es tal vez una de sus lecciones. No podría decir que es uno de sus ejemplos porque tengo la impresión de que el ejercicio de la pasión no es algo que se aprenda. Si acaso se despierta, se contagia, se enciende. Nunca aparece transplantado donde de plano no está.
En otros campos sí es ejemplar. Se equivocó mil veces políticamente. Pero supo dar cada vez la cara a sus creencias rotas, enfrentarlas, gritarlas, nombrarlas con el dolor compartido de los desilusionados. Y después de todo brotaba en ella de nuevo el carácter para rehacer su vida y su vitalidad. Para rehacer su obra, su canto.
Es la gran voz lírica de la novela francesa de este siglo. La música de su literatura está entre el cante jondo del sur de España y el lieder alemán. Dos formas musicales donde el cuerpo está muy presente en la voz, se oye su dolor, su alegría profunda, sus deseos desgarrados, su inclinación hacia la búsqueda de lo que no se tiene dentro del alma y dentro del cuerpo. Esa cualidad que Roland Barthes llamaba, a propósito de Schubert y Schumann, ``el grano de la voz'', es decir la materialidad del cuerpo en la voz que canta, en la mano que escribe. Y gracias a esta cualidad, gracias a que Marguerite Duras pone todo su cuerpo en la voz, y su grano de la voz en lo que escribe, nosotros, sus lectores, escuchamos la leve textura rasposa de sus cuerdas, sentimos y entendemos la desgarradura en sus palabras y, así, podemos vivir con la literatura en el cuerpo.
Su lirismo es además lúcido, reflexivo, muchas veces impertinente. Ella reflexiona mientras canta porque sus imágenes siempre son reflejos, ideas y percepciones. Su poesía narrativa está rayada por el ensayo en la medida en que su voz narrativa se enfrenta siempre con la necesidad de situar reflexivamente su recorrido por el mundo. Escribir es para ella una forma de la reflexión, no su expresión posterior. Escribir no es exponer ideas producidas antes; escribir es una forma de pensar.
``Escribir es lo desconocido. Antes de escribir no se sabe lo que se va a escribir. Y con toda lucidez lo ignoramos''. En uno de sus últimos libros, Escribir, de 1993, canta: ``Lo escrito llega con el viento, está desnudo, es de tinta, es lo escrito, y pasa como ninguna otra cosa pasa en la vida, nada, salvo ella, la vida''.