Dolores Cordero
Viva Marguerite

Marguerite Duras ha muerto... Viva Marguerite Duras... Viva en nuestro conocimiento y en ese espacio que sólo conquista el amor o la muerte, o ambos, que tiene que ver con nuestro ser profundo.

Marguerite descansa ahora en el cementerio, según dicen los informes de los diaristas franceses, junto, o por lo menos próxima, a la tumba de otros grandes de la historia de Francia y también de esos otros que construyeron allá para nosotros, los latinoamericanos, su arte, su música, sus escritos. Porque, fatalmente, la cultura, ésta que se prodiga tan exquisita y escasamente aquí, está, por lo menos en México, profundamente ligada con esa extraña y no por ello menos válida costumbre de mirar hacia Europa y particularmente a París.

Marguerite descansa, mientras acá, más cerca que nunca de su obra, la pregunta se impone: quién era Marguerite Duras? Qué la hizo tan grande para venir primero como una ola breve, de baja marea, luego como un mar nocturno, impredecible, bárbaro, a llevarnos con ella y su oleaje encrespado a ese otro reducto, mar adentro, donde la mirada establece, disecciona, aprehende, lo mismo a través del silencio, la reflexión, la pasión o la furia, esa primera sapiencia de infinito: que no muere el amor ni con la muerte?Dónde se abrió de pronto esta semilla, semilla de ``quince años y medio'', con esa perversa, antigua, sana, intuitiva sabiduría con que una mujer se entrega sin motivos sólo porque el hombre es, así, realmente, nada más, un amante, El amante?No lo sabemos. Las respuestas, si las hay, se desmoronan en ese punto de realidad donde todo perece. Lo que sí sabemos es que el hombre, en este caso la mujer, se nutre de savias que recorren con alegrías y tristezas insospechadas todos los ámbitos de este transcurrir, este deslizamiento a veces cálido a veces gélido con que damos nombre a la vida.

En los libros que escribió Marguerite, no es que haya dicho algo distinto a lo ya sabido: que el amor roza el odio, que se envilece, que conduce a la muerte y ésta de nuevo atisba al viento de su renacimiento. Pero ella lo dijo con sus palabras. Y, se sabe, no hace mucho tiempo, acaso veinte años, alguien dijo que ``el estilo es el hombre''.

Ella lo dijo así, además, desde el centro de sí misma. La fidelidad a sí, a la fuente que le dictaba este inacabable sueño literario que sólo la muerte pudo detener, plasmó en los enormes recursos de su lenguaje una estirpe de cimas y abismos que si bien sabemos existidos, todavía subimos con ellos las escalas y caemos de sombra en sus extremos.Desde su primera obra literaria, Marguerite nos convocó a sus límites invitándonos a desollarnos la piel en sus desgarramientos. Dueña de sí, subía sin apoyo sus ascensos para caer después en la semiclara sombra de unos ojos verdes, pelo negro, o descansar de bruces en un arrebato de locura. Dueña también del privilegio de la intuición, sabía ver desde el principio dónde radica el peso de los cuerpos y dónde se oscurece el vuelco de un orgasmo.

Acompañada del sol, del viento, de la borrasca, fue de la mano de una madre antigua, en el confín inenarrable de la soledad, para enfrentar el odio de los hijos, el veneno escanciado de una hermandad ficticia, el recurso pavoroso de la autoridad, el comercio de la riqueza, para darnos de la joya explicitada en el relato, la pulida esmeralda de la vergenza.Terminada de mieles, pulida de silencios, a la espera de la dicha en la juventud, sacó del terso crepúsculo de un paisaje, de un horizonte sin término, de la soledad de un pasillo, de la curiosidad y el azoro en Hiroshima, la prístina verdad de sus hallazgos, la profundidad del amor en todas sus manifestaciones, la resaca del tiempo que no cesa, el acecho acerado de la enfermedad y de la muerte.

Oscura toda ella, y sin embargo emblema de luz, e incluso a ratos de juventud y de alegría, todo ello descrito y convocado a lo largo de la pulcra obra literaria que nos induce a ratos a la vida, a ratos al suicidio, tuvo miradas de plenitud para la otra belleza, la del rapto que resplandece en un rostro que semisueña en la penumbra, o que, en medio de la noche, rescata del espanto ese oscuro recinto donde habita el amor que no puede decir su nombre.

De la reflexión al encanto, su palabra fluye como un río cuyas iras siempre impredecibles, nos esperan tras los postigos cerrados de las tormentas de Indochina o los preparativos inútiles, enamorados, de una mujer que acecha, más allá del miedo al monzón, una mirada furtiva que la salve de la muerte.

La hierba, la lluvia, el viento, el sopor, el indomable océano, son aliados de Marguerite a la mitad de un relato que disecciona la mentira, el miedo, el robo, la audacia, y el amor, siempre el amor, en medio de la estulticia y la riqueza.Nada como Marguerite Duras para aprender y aprehender la rosacruz del tiempo, el claroscuro del amor de una madre que desperdicia brutalmente sus reservas en la esperanza de un hijo que se ha ido, o el paisaje que una noche transforma la esperanza.

Todo son rostros en Duras. Todos son horizontes desmedidos, todos extremos, amaneceres o crepúsculos, cuya mesura aparece cuando ya hemos sido arrebatados, cuando el dolor se vuelve insoportable, cuando la dicha alcanza ese roce infinito de perderse, cuando el calor de un cuerpo es el veneno suave en que pierde.

Del persistente sol con que nos ilumina a partir de un sombrero de alas amplias y unos zapatos de lamé dorado a la pobreza impía que sin saberlo ella misma nos conduce de la mano al fuego de la piel, al sabor agridulce del dolor, al hallazgo de lo insólito por bello, al cuarto de miradas dormidas y de entregas exhaustas, o la espera en la hierba o el valor ominoso de una amistad perdida, los lazos de Marguerite tejen en nuestros días fantasmas de perfidias, dolores inasibles, horas urgidas de penumbras y de adioses, señales de rencuentros, pavorosos recuerdos que se hacinan en murallas raspadas con la lengua y pierden su espesura en el paso de un beso que se niega, en la vista de un cadáver que calienta, como último vestigio la traición y el amor en sus orillas.Toda ella es tersura en la palabra y filo de navaja en el sentido. Toda ella es voz que vuelve y envuelve de ternuras al hermano pequeño. Toda ella es mujer que se levanta, y ora aquí dormida, embelesada, inconsciente de sí, indiferente; ora allá detenida en el reposo de un amén imposible, magnifica el secreto del silencio o se derrama en búsqueda de asilo para ese deseo intacto que retorna insistente, perpetuo, de un personaje a otro, de una ella que no es ella ni es nosotras, por devolver al pozo de la sangre, ese primer sabor de sufrimiento que se plasma en el velo intangible de la tarde y de la tarde a la noche y la mañana en un paso infinito, milagro que devela su palabra, y rueda aquí de lágrimas y cae allá de viento y se detiene aquí en la mansedumbre del que espera el roce de la muerte.

Un destino acompaña, determina, consciente la realidad febril que entre sus páginas habita. Un amor que se nos muestra de revés, de perfil, de frente, desde cualquier motivo que lo anima, se tiñe de destruir en el espacio con que su voz anima, empuja literalmente la mirada. Y el verter inasible de su dentro es como si nos diera en una mezcla arbitraria de texturas, la mística imposible de no darse entregándose a la dicha de sabernos ecuánimes y amorosos, amargos y perfectos.

Marguerite Duras ha muerto... Viva Marguerite Duras...