La Jornada Semanal, 10 de marzo de 1996


Confesiones de un Caifán

Xavier Velasco

Después de narrar su intenso paso por las cárceles en nuestro número 33, Xavier Velasco vuelve a uno de sus temas predilectos: los Caifanes, de quienes escribió una biografía. Aficionado a las tareas límite, entrevistó a Saúl Hernández, cantante de la banda, unos días antes de que fuera operado de la garganta y de que se decidiera el futuro del grupo que en 1995 alternó con los Rolling Stones en la ciudad de México. Las luces se apagan: el cronista busca el retrato nocturno del Caifán.




Soy un autista muy sociable.

Saúl Hernández

(Flashback) Muerta la medianoche, la avenida Patriotismo es una pista suculenta y atroz. A lo lejos, las luces rojas desfallecen hasta capitular ante las verdes. Sincrónicos, magnéticos, los semáforos fingen desnudar los misterios de un paisaje tendido frente al manubrio negro de la Katana. Hace cinco minutos que salimos del tugurio donde nos inundamos de la cerveza y el tequila que han maquillado a Patriotismo con el rictus de una muerte posible hasta el extremo de lo deseable. En un punto impreciso entre San Antonio y Viaducto, el velocímetro de la Katana dice: 130 millas por hora, pero no son las horas sino los instantes quienes golpean la percepción, ayuntados en un solo estruendo de aire, alcohol, adrenalina, pistones, vértigo, pálpitos a galope. Cruzamos Benjamín Franklin cuando el puño amenaza con soltar el acelerador, pero mi pasajero es implacable: ¡Güey! ¡Acelera! ¡Métele más!, aúlla en mi oído, y así corroboro una vez más, entre aterrado y satisfecho, que Saúl pertenece a la tribu excesiva por excelencia: los kamikazes.

Han pasado varios años desde aquella noche, pero el kamikaze sigue ahí. Hace cosa de una hora que oscureció, silbatos y bocinazos transfiguran la esquina de Insurgentes y Liverpool en un diminuto, presuroso purgatorio, los autos escapan como pájaros amedrentados por la penumbra, los autobuses se tragan a los cuerpos para luego, cuando nadie los vea, escupir sus espectros. Pero aquí, en la cantina somnolienta donde una televisión vomita palabras para nadie, la noche es una virgen tibia y tersa. Con la voz ronca de un mal que pronto será combatido a cirugía limpia, Saúl habla, jalando a los recuerdos de las cavernas íntimas que hoy puede mirar nítidas, igual que se traslucen los miedos cuando es una enfermedad quien amaga las certezas. Es acaso por eso que nos ha dado por conjurar a la más popular de las enfermedades: aquella que Breton dejó por testamento.

Uno ama, pero no sabe qué hacer con el amor. Nos casamos, nos enamoramos, tenemos hijos, pero lo que es amor, El Amor, no sabemos qué hacer con él. La masturbación no es efímera, el amor sí. No lo necesito, pero lo busco, y cuando lo tengo lo protejo. Sólo que en lugar de pensar en qué hacer con mi vida, trato de ser más animal. Es muy jodido, porque a veces te llevas a la gente entre las patas, pero si quieres conocer el secreto de la juventud eterna, ése es el pedo.

Para casi todos los que lo conocen, Saúl es dueño de una impoluta ingenuidad. Más de una vez, cuando se ha visto detenido a la orilla de un súbito precipicio, su ingenuidad es decir, la misma bruja que lo llevó hasta allí ha llegado a tiempo para salvarlo. Cómo escapar de la pródiga hechicera que te reconoce como el amor a su presa?

Componer canciones ha sido siempre un escape, y cuando te escapas de algo tienes que tomártelo en serio, porque si no te agarran. No pienso en escaparme como en recorrer una distancia; simplemente me voy. Sí, ha pasado el tiempo, pero el escape no es más ni menos intenso que al principio, porque como te digo: es muy animal, es un dejarte llevar por las circunstancias. Entonces a tu ingenuidad le va creciendo el colmillo. No se trata de engañarla, porque tu ingenuidad no se hace pendeja; se hace más fuerte. Lo que no puedes hacer o al menos no deberías es perderla.

Por centurias han gemido los estetas por el extravío de la inocencia: ese instante filoso helado cuando las hadas se tornan putas y al amor lo atropella el mismo tren donde una vez viajó en primera clase. Mas para el caifán la diferencia entre la niñez y la edad adulta no estriba en la inocencia desamparada, sino en la corpulencia de la propia ingenuidad.

Tenía 14 años cuando mi primo me llevó de viaje. Era uno de esos tours donde te pasean por varias ciudades y él me sentenció: "En este viaje coges." El muy cabrón. Entonces llegamos a Las Vegas, donde yo no podía jugar, ni tomar. Pero mi primo era más grande, así que me dejó solo entre las maquinitas y luego regresó en un taxi, abrazado de dos negras inmensas. Me dijo "¡Súbete!" y nos fuimos los cuatro al hotel. Las luces del cuarto estaban apagadas y yo sentía, más que su cuerpo, el olor de la mujer. En cuanto me di cuenta, ya me había desquintado, y cuando menos lo pensamos las mujeres, que eran unas grandes profesionales, empezaron a gritar como locas. Cuando se fueron, pensé: Tanto pedo para esto? Pero a la inocencia no la perdí; la resguardé. Me volví más cerrado. Haz de cuenta un autista con experiencia. A su modo, la puta me había tratado bien, porque alcanzó a ver lo que yo tenía y no me lo quitó. Fue como haber nadado sin mojarme.

Dijo una vez Marlon Brando que no hay mejores mujeres que las putas, que una puta es capaz de darte cualquier sensación, o todas juntas...

Yo le respondería que sí. Estoy de acuerdo con Marlon Brando, pero sólo si se cumple una condición: conseguir que tu pareja se vuelva una puta. Las putas son mercaderes de orgasmos, satisfacen todo lo que necesitas. He tenido novias capaces de hacer eso y entonces me digo: "Ella es una puta, no necesito de otra." Conozco a una pareja que así vive. Cuando él quiere acostarse con ella, sencillamente le paga. Ella recibe su dinero, hace su trabajo y punto: son felices. Después de todo, el amor no es más que un robarle momentos inolvidables a la vida. Yo lo escribo, lo vivo, porque uno sólo escribe lo que vive, pero también te puedes enamorar de un paisaje en el Ajusco. Hay muchas formas de conjurar al amor; la más obvia es la mujer, porque lo necesita igual que tú, pero a un niño todo eso le vale un carajo.

(Flashback) Viajamos por una madrugada de la colonia Guerrero. Recargados en un maverick, un puñado de notorios exiliados del amor juntan los instrumentos con los que han recorrido las ventanas de sus vecinas. Saúl ha insistido en venir hasta aquí, decidido a compartir con sus compañeros de farra la vecindad que lo vio aprender a caminar. Hemos golpeado puertas que nadie abrió, hemos entonado a gritos canciones de Raphael y José José, hemos detenido el coche junto a los hombres de los instrumentos. Saúl da las buenas noches frente a sus rostros taimados y recelosos, y acto seguido vence sus resquemores con la mejor arma que a esta hora es posible desenfundar: la botella de Appleton que veníamos empujándonos en el coche. Es apenas el principio de un maratón tardío: tres horas de invocar a Los Panchos y los Tres Ases, de brindar indiferentes a las patrullas que pasan sin pararse, de atestiguar que las botellas y la noche se mueren como el Señor lo manda: juntas.

No ha pasado mucho tiempo desde que un famoso guitarrista emboscó a su tren de pensamiento con una pregunta indiscreta: "Que sonidos traes ahorita en la cabeza?" La respuesta cayó como un huracán en Chihuahua: Raphael. Esto, que para la ortodoxia rockera sólo puede ser síntoma de dos cosas herejía vil o un ácido sentido del humor para Saúl significaba demasiadas frases indelebles: Estuve enamorado de ti. Nada soy sin Laura. Hoy para mí es un día especial pues saldré por la noche. Aquel que reza cada noche por tu amor...

Raphael es el Bowie de la balada romántica. Sólo que Raphael cambió de continente y Bowie se mudó de planeta. Raphael me abre la puerta de un mundo que no es el mío. Cuando vamos en el coche, pedísimos, cantando Yo soy aquel, habitamos un mundo que no nos corresponde. Entonces te das cuenta de que no te caga tanto. Y es más: te gusta. Y es más: te identificas con él. De alguna manera te acostumbraste a entender el mensaje de los grupos ingleses, pero en las palabras de José José. Hay gente que no soporto, como Emmanuel; siento que es un gargajo que jamás llegó al suelo. Un gargajo tragado, un aborto.

Cuando estrechó por primera vez la mano de Keith Richards, Saúl escuchó un saludo pasmante: "Al fin nos conocemos", le dijo la más pesada de las Piedras, mientras el divo Jagger lo miraba sin mirarlo y le hablaba sin hablarle. Horas después, cuando sus amigos le preguntaran por el blanco más negro de los Rolling Stones, el más acosado de los Caifanes opinaría: "Mick Jagger es como Emmanuel."

Bueno, es que andaba pedo, aunque sí: Mick Jagger ya se emmanuelizó, pero Robert Plant sigue siendo José José. Lo de menos es la fama, porque hay gente que ni con ella en las manos deja de enfrentar al dolor con su propia debilidad: ésos son los fuertes, no los que suponemos intocables.

La fama: una bruja que lo persigue con persistencia kármica. Según Alfonso, que como él es caifán abismal, Saúl nació para ser presa de cámaras y libretas de autógrafos. Lo cual no evita que insista, igual que José Alfredo, en brindar con extraños y, si la canción se lo exige, llorar por los mismos dolores. Ya sea con Sombras o con Lady Stardust, con Don Julio o con Orendáin Almendrado, con Biko un rottweiler con pinta de Mike Tyson cuyo bienestar engendra los insomnios de su dueño o con los cuates, Saúl es capaz de llorar y gritar cualquier día de la semana. Cuando la persecución de la bruja parece acorralarlo a través de artículos y reportajes que sólo en raras ocasiones dicen un mínimo de verdad, el caifán está en su guarida: inventando canciones, masajeando a su piano, peleándose con el hi-tech o amarrando palabras en un papel. Afuera, la puerta de la casa está cerrada con la correa del perro.

Hay gente que quiere domarte. Sobre todo las mujeres, pero eso es bueno. La gente que se empeña en quitarte tu rebeldía: ésa es la peor. No tienen los huevos para matarte, pero sí la paciencia para destruir lentamente la vida. A diferencia de muchos que estarían felices siendo famosos, a mí la fama me ha hecho muy infeliz. Como dijo Juan Gabriel: "La costumbre es más fuerte que el amor." Te acostumbras a tener el ambiente, las mujeres... todo. Y no son tuyas, no eres ni su mascota. Te das cuenta? Es gente que no invitarías a cenar en Navidad en tu casa, pero tragas todo el año con ella.

El caifán magnetiza perplejidades, y lo sabe. Pocos interlocutores hay tan atentos a lo que oyen: Saúl devora las palabras, las miradas, los gestos. Pero luego habla, y entonces se hace dueño de todos los oídos.

Eso lo aprendí de niño, jugando: lo que me imaginaba lo conseguía. Mi familia era tan desunida que esa misma desunión terminaba por unirnos. Cuando llegaba de la escuela me encontraba con que en mi casa todas las puertas estaban cerradas. Entonces fui desarrollando poco a poco la capacidad de llamar la atención. Pensaba: No quiero aislarme, no voy a caer en su juego; me van a tener que escuchar. No tenemos que jugar a las cartas para ganar, no hay que correr para saber quién es el más veloz. Son juegos que ya están allí. Sólo se trata de saber dónde estás en el juego, qué tienes, cómo vas a jugar. Mi fuente de nutrición en ese sentido era mi casa, pero mi laboratorio era la escuela. Sabes qué hacía? Contaba cuentos. Me paraba en el escritorio del maestro y me ponía a inventar cuentos y ni modo: me escuchaban. No era propiamente un cuento, era algo así como la expresión de lo que yo quería ser. Me divertía mucho romper la norma de autoridad. Si en mi casa las normas estaban quebradas, yo iba a ir a despedazárselas en la escuela, porque en mi casa ya no había nada qué romper. Por eso no logré abrir las puertas, pero aprendí a jugar, a probar. Soy una persona que prueba mucho: digo no sé para así saber lo que tú quieres.

(Zoom in) La primera vez que lo vi bajo los reflectores, me asaltó la imagen de un héroe de nuestro tiempo: Yukio Mishima preguntándose si la multitud lo comprende, dispuesto a cortarse las tripas para ser escuchado. Con el tiempo, esta imagen no sólo permaneció en mi cabeza sino que cobró fuerza. O mejor: cobró fuego. Capaz de apaciguar a una turba frenética con un ramo de cempazúchitl, hipnotizar a un Terminator de alquiler con una prédica corleonesca, vomitar en mitad de una Mesa de Honor o retorcerse de alegría porque una suave musa recién se le hizo diosa, el caifán es un devoto de la vida que hace méritos para ganarse su muerte. Sus palabras, especialmente aquellas que cuelgan de sus canciones, pertenecen a un lenguaje privado, a un tiempo hermético y obsceno, gozoso y dolorido, descarnado y sutil, vital pero suicida. Es acaso por eso que Saúl hace suyo el mandamiento poético de Pessoa: "La inteligencia sólo debe servir para interpretar el sentimiento."

Ciertas generosidades son inspiración; algunas humildades son aristocracia. El caifán es de una generosidad tan amplia como impredecible, y de una humildad militante, casi estoica. Alguna vez lo confundí voluntariamente con un personaje bowieano: El Delgado Duque Blanco, mas me temo que se trata de una flagrante inexactitud. Saúl no es el Duque de Bowie, sino el Dandy de T. Rex: Dandy en el Inframundo.

El dolor llegó de repente, y no se volvió a ir. El dolor es el único de repente que se ha tatuado en mi vida. El dolor duerme, pero no se va. La soledad duele. La soledad y la muerte son las dos señoras que siempre van a estar junto a ti. Una te prepara, la otra te recibe. Cuando murió mi mamá yo tenía diez años; no es que aquel dolor me cambiara el destino, es sólo que empujó lo que de cualquier forma iba a llegar. Ahora no me tomo en serio la vida; solamente cuando vivo. Componer, subir al escenario, tanto como, un día, poder amar: eso para mí es en serio, lo demás son mamadas.

"Una eterna sobredosis de orgasmo", describió una vez a su primer contacto con el escenario. Un súbito banquete que el destino le sirvió durante un minifestival en la glorieta del metro Insurgentes. Sabía ya el caifán lo serio que era el escenario?

No. Lo supe al subirme. Piensas: El Escenario... Órale, qué chido! Pero luego de pisarlo dije: "Abusado, que estás en los pies de Dios, y ahí no puedes jugar. Ten cuidado con lo que deseas... podrías llegar a tenerlo."

No siempre los deseos mandan. Dicen que las decisiones más importantes de nuestras vidas son tomadas por otros, a nuestras espaldas. Y que si acaso alcanzamos a decidir, lo hacemos tarde: pasaste de los treinta años y tu banda ya no es tu banda, sino un grupo de músicos con intereses diversos, a menudo egocéntricos, ajenos a toda la magia que un día creíste que jamás se iría...

Una de mis intenciones, una lucha personal, es no dejarme vencer por lo que supuestamente tiene-que-pasar. Alfonso (André), José Manuel (Aguilera), Federico (Fong)... ellos también son perros callejeros, y como yo se alimentan de recuerdos, de ilusiones. Ya lo dijo Buñuel: la ilusión viaja en tranvía. Si la ilusión no tiene trabajo, se va. Y si tu trabajo no pende de una ilusión, entonces sí: vales madre. Yo no estoy en una banda para ser feliz. La música no me hace feliz, sino que me empuja, es mi aliada.

"Aviéntame hasta donde puedas", suplica el caifán en una canción violenta, retadora, pequeño himno a la supervivencia de la pasión. Y aún ahora, cuando sus canciones lo han aventado hasta la cresta de una fama que ya no podrá controlar, Saúl sigue reclamando un espacio para la mística silenciosa que ha engendrado arrullos como Alcohol: un susurro plagado de quimera donde el cantante arranca preguntando: "Si mis palabras no fueran a la virgen sino a ti...?"

Cuando hablas de una enfermedad, tienes que ponerle un nombre. Alcohol es una especie de autobiografía; es como la imagen de lo que quieres que se vuelva eterno. Alcohol refleja quién soy. Y la virgen es mi madre, no por virginidad sino por pureza. Porque con ella fue la primera vez que contemplé a la muerte.Allí no veo religión, sino misticismo. Nunca he ido a misa, ni iré. Hay curas que no pueden mirarte a los ojos, pero te dicen lo que debes hacer, espiritual y terrenalmente. Quien no ha tenido una visión divina no puede indicarte el camino hacia Dios.

De las canciones de José Manuel Aguilera, Saúl prefiere cantar una cuyo coro sentencia: "En este país la mayor atracción son las ruinas."

El misticismo permite que a tus demonios los conviertas en ángeles. En el misticismo no existe la doctrina, no hay burocracia, tú puedes ser Dios. Vete con los lacandones, con los otomís, con quien se te hinche un huevo. Los indios son sabios no porque conozcan todos los libros, sino porque se empeñan en no perder la herencia. Si esos güeyes sobreviven es por sabiduría. Ellos tienen la magia y la religión. Los indios se miran a los ojos y se sueltan verdades. Se acercan y dicen: "Cómo está tu corazón?", en lugar de preguntar: "Qué tal te fue en el trabajo? A quién te cogiste?"

El silencio, como cualquier otra incapacidad física, tiende a desarrollar facultades paralelas capaces de sobrevivir a él. Experto en tan urgentes menesteres, Saúl aguarda por el instante de volver al silencio: pasada la operación, su convalescencia le exigirá, entre otras cosas, guardarse todas sus palabras y vivir las emociones hacia dentro. No es la primera vez que el caifán debe aprestarse a los rigores de la terapia hermética; de ahí que ahora, cuando el quirófano se acerca como un enorme monstruo silencioso y cargado de amenazas, Saúl esté listo para volver a hablar con la elocuencia que sólo se da en los espejos del espíritu, también conocidos como ojos.

Uno tiene la posibilidad de estrellarse, y tiene pavor de estrellarse, y entonces crea, porque el crear es en sí una posibilidad de vida. Brian Eno decía: "Cuando subas a un avión, no tengas miedo a estrellarte", porque ya ves, uno sale vivo y siguen pasando cosas. Sí: uno va muriendo cada vez que da, pero al menos puede seguirlo haciendo por toda su vida.

(Zoom out) Son las diez de la noche: hora de zarpar hacia la suculenta negrura que se tiende frente a la cantina de Insurgentes y Liverpool como un abrazo sin orillas. El kamikaze lubrica las neuronas con un último trago de tequila, mira mis apuntes y señala: Ahí te encargo el memorándum íntimo. Cuando la madrugada nos sorprenda, dichosamente integrados a una invencible manada cuyo solo empeño será el de no dejar vivo un solo trozo de esta noche, la rocola de un tugurio pringoso y preñado de festiva desesperanza dejará escapar el lamento que sonará familiar como una botella de cocacola: "Tú estás ausente y poco a poco muero yo." Entonces el kamikaze, que difícilmente resiste una canción de la Santanera sentado, trepará a la pista, listo para mover el bote con una jugosa desconocida, no sin antes dictarme un último apunte para el memorándum íntimo:

Me cagan esos que chupan la piel, pero no reconocen la sangre.

No hay gasto. No será que el pedo de la felicidad no es alcanzarla sino aceptarla? La felicidad tuya? La que no has aceptado? Tatoo ring.

Cronista de la lucha entre la carne y el espíritu, creador visceral entrenado en las artes mundanas, sobreviviente de sus propias quimeras, jaguar que persigue su equilibrio navegando por el mar de los excesos, caifán perseguido por multitudes perpetuamente insatisfechas, Saúl vive como un tránsfuga de la muerte. O mejor: como el toro de lidia que ya comprendió la lógica del capote, y así se ha convertido en torero. Hay quienes dicen que los animales carecen de alma: este cabrón es prueba de lo contrario. Casi todos lo conocen, y es quizás por eso que aprendió a esconderse. Detrás del caifán existe un alma seducida por la muerte. Y es que pocos lo saben como él: la muerte es quien engendra la pureza. Místico e irredento, blasfemo y pío, dueño de códigos que ha debido inventar sin más amo que su intuición abismal, Saúl es un ingenuo.

Cómo lo manejo? Como he manejado muchas cosas en mi vida: con el silencio. En la escuela me acosaban: Tú eres quinto? Sí. La pregunta era tan pendeja que no había mejor respuesta. (Tuve novia antes.) En cuanto a la soledad de la adolescencia, la solucioné con... música. Y al sexo ya no tenía prisa por vivirlo. Una decepción? Un aprendizaje, mejor dicho. Es como una película: si te gusta, te gusta, y si no pues te sales y ya.