La Jornada Semanal, 10 de marzo de 1996
Julian Barnes
La línea de ferrocarril entre París y Ruán, construida por los británicos, se inauguró en mayo de 1843. Tres años después, Gustave Flaubert se reunió con Louise Colet. Él vivía en Ruán, ella en París. Mantes-La-Jolie se encontraba a medio camino y en pocas horas ambos podían llegar hasta allí. Flaubert odiaba el ferrocarril, pero con frecuencia se alegró de que el tren Ruán-París le transportara hacia sus amorosos rendez-vous. En octubre de 1983, haciendo investigaciones para mi novela El loro de Flaubert, recorrí el mismo trayecto. El viaje hoy en día dura apenas la mitad. Recuerdo el almacén de Grand Marnier, la Piles Wonder Factory. En Mantes, a unos doscientos metros de la estación, descubrí un hotel-restaurante en la avenida Franklin Roosevelt. Se llamaba "Le Perroquet" (El Loro). Me pareció un buen presagio. Hasta hoy conservo el boleto de este viaje en mi cuarto de trabajo.
Traducción del inglés: Menhard Buning
Aldo Buzzi
Estoy en el campo, donde no tengo nada para su periódico excepto esta fotografía de mi madre, que siempre está sobre mi mesa. Es la madre sorprendentemente infantil de un hombre de 85 años. Le envío una fotocopia que espero sea suficiente por el siguiente motivo: mi madre nació en Leichlingen, Wuppertal, y vino a Italia siendo una niña. Se llamaba Kathe Müller. Sé que, de haber vivido, se habría alegrado mucho de ver que mi libro será publicado en Alemania, y de regresar a su patria, aunque sólo sea en retrato.
De mi próximo libro, que aparecerá en otoño, extraigo estas líneas:
"La imagen más antigua de mi madre, y también la mejor, es una fotografía que fue tomada en Ohligs, Solingen, en el estudio del fotógrafo Walter Hammesfahr. Mi madre, que entonces tenía 4 años, aparece junto a su hermana Ella, la belleza de la familia, sostiene un racimo de uvas negras en la mano y ya parece prever con sus claros ojos la vida plena de felicidad y de profundo sacrificio que le estaba destinada."
Traducción del francés de Elisabeth Edl
David Huerta
Una vez puse un pedazo de cristal de roca que Andrés King me regaló, dentro de un vaso de plástico azul que me robé del pabellón 9 del Hospital Español. Esperé. Miré intensamente el vaso más bien horrendo en su vulgaridad industrial para ver si sobrevenía alguna reacción: quizá recibiría yo una descarga o del vaso empezarían a salir las ondulaciones, no sabía si mefíticas o balsámicas, de una Nueva Sustancia.
Recordaba aquello de Flaubert acerca del interés que despierta cualquier objeto si uno lo mira durante el tiempo suficiente. Recordaba las legendarias historias de los alquimistas. Recordaba películas de ciencia-ficción. Recordaba, debo reconocerlo, un montón de tonterías: o mejor aún: el hecho de recordarlas mientras veía aquel vaso con aquel pedazo de cristal era una tontería.
El pedazo de cristal de roca que me regaló Andrés King era un objeto mágico para mí por razones que yo desconocía, que Andrés no me había explicado y que yo me saqué de la manga. Lo traía todo el tiempo, en aquella época, en el pequeño bolsillo derecho de mis pantalones vaqueros, el recipiente tradicional de las monedas de bajo curso con las que ese objeto precioso se rozaba. Querría que las vibraciones sobrenaturales del cristal contaminaran la morralla y ésta se multiplicara para darme dinero abundante? Lo dudo.
La historia del vaso de plástico azul es la siguiente: de él bebía yo el agua que me ayudaba a tragar la medicina con la que en el Hospital Español consiguieron sacarme de una depresión styroniana.
Vaso y cristal significaban mucho para mí. Ponerlos juntos significaría aún más, pero yo no alcanzaba a sospechar qué.
Seguía mirando aquel vaso con ese cristal adentro. "Pero si son nada más cosas, objetos inanimados, cachivaches de la vigilia indiferente", me dijo una vocecita antipática que solamente yo escuchaba. "No va a pasar nada, pues qué quieres que pase?"
El vaso azul con el cristal adentro. Inmóviles, depositados spinozianamente en su ser como nos enseñó a decir Borges, persistiendo y sin fondo, con una imperturbable unidimensionalidad en su obstinada manera sin estilo de estar presentes, impenetrables y mudos.
Qué fastidio. Me puse el mentón en la palma de la mano derecha y entrecerré los ojos. Tenía una cita más bien aburrida que empezó a parecerme muy emocionante en comparación con esa espera estúpida. Me puse un saco de pana café para irme a la librería de la cita y me olvidé por un instante del vaso y del cristal. Tomé mis cosas mis otras cosas, las vivas y pertinentes: cuadernos, lápices, libros, hojas para escribir si tenía que esperar, dos revistas y abrí la puerta. Empecé a salir de la casa. Con el rabillo del ojo y el equivalente en la nariz y en los oídos de esa comisura, percibí una melodía perfumada y azul que salía del vaso con el cristal.
Fabio Morábito
Guardo una foto de la granja situada en las afueras de M. adonde íbamos en bicicleta en las vacaciones de verano. Cerca de ahí había una laguna artificial en la que se podían pescar carpas y tencas. Esa laguna modesta y cafetosa era el anuncio del mar que a todos nos aguardaba en las siguientes semanas, cuando empezaría el éxodo masivo a las playas y nuestra ciudad se quedaría vacía, aunque nunca faltaban los que se quedaban varados en la ciudad, solitarios y rencorosos y odiando a sus padres que no eran capaces de proveerles de unas vacaciones como Dios manda.
Camino a la laguna teníamos que cruzar la amplia extensión de cultivos que pertenecía a la granja, y en el momento en que las ruedas de la bicicleta abandonaban el asfalto para penetrar en los senderos de tierra que bordeaban los canales de los cultivos, uno sentía que el verano y las vacaciones habían empezado de veras. Había vacas pastando y campesinos en sus tractores, y en el aire tibio de la mañana, zumbante de insectos, dominaba el olor a estiércol de los caballos que entraba en los pulmones mientras corríamos peligrosamente por las orillas de los canales. A veces formábamos grupos de diez o doce ciclistas, y entonces los campesinos, desde sus tractores, nos saludaban con un gesto de la mano. Tal vez éramos para ellos, con nuestras bicicletas, el anuncio definitivo de la nueva estación. "Hoy llegaron las bicicletas", les decían tal vez a sus mujeres.
En la tarde volvíamos con las muchachas, pero sin ir a la laguna, porque ellas decían que la laguna era peligrosa y hacía demasiado calor. Preferían quedarse en los campos de la granja mirando el manso fluir de los canales. Eran siempre las mismas: Tilde (que tenía un problema en el pie y cojeaba un poco), Patricia, la más hermosa, y las dos Sandras, Sandra del 24 y Sandra del 26, así llamadas por los números de los edificios donde vivían. Cada verano nacían nuevos romances, con ellas y con otras, pero sólo ellas nos seguían en bicicleta hasta la laguna.
Y era en el verano cuando se veía quién de nosotros había dado el "estirón", a quién le había cambiado la voz o le había salido el vello, porque durante el invierno, en parte por las clases y en parte por el frío, apenas nos veíamos. Sandra del 24 dio el estirón antes que yo, dejó de quererme y se hizo novia de Roberto, que se estiró en la primavera. Hubo una época en que todos se estiraron excepto yo. Pero me rehice, me estiré más que todos y recuperé a Sandra del 24, que en secreto no había dejado de amarme. Creo que la foto que conservo la tomé justamente después de estirarme, en invierno, una tarde de enero en que caminé hasta la granja, no obstante que quedaba muy lejos. Tenía tiempo de sobra porque estudiaba poquísimo. La foto es en blanco y negro y el día se ve nublado, lechoso y uniforme.
Ahora los cultivos, los canales, la granja, las vacas, los tractores ya no existen. Regresé hace diez años y comprobé el camino. En lugar de todo eso hay un gran conjunto habitacional. Me han dicho que taparon también la laguna, donde hicieron otro fraccionamiento. Adónde se habrán ido las vacas y los campesinos? Miro la foto que tomé en invierno de un lugar que en mi recuerdo es el paradigma del verano. Para revivir aquellos días tengo que "traducir" esos árboles raquíticos, hundidos en la niebla, a árboles verdes y frondosos. Pero tal vez esta falta de adecuación le da a la foto un carácter más verídico y duradero del que tendría si la hubiera tomado en un día soleado de junio. Ese desfase me salva de la decepción que nos provocan todas las copias, todas las aproximaciones demasiado cercanas a su modelo, cuando sentimos, precisamente por el gran parecido, que la réplica fiel de la cosa ha hecho evaporar su esencia. Quizás es precisamente la "traducción" que esa foto me obliga a hacer lo que mantiene el esplendor de aquellos veranos, los vuelve de veras míticos y eternos, resguardados detrás de esa cortina invernal que, al mismo tiempo que los oculta, los conserva intactos en mi memoria.
Harry Mulisch
De un cajón con cosas parecidas he escogido esta entrada del 16 de marzo de 1961 para el proceso contra Eichmann en Jerusalén. Dice lo siguiente: "Entrada núm. 257, acceso núm. 4, Sr. Mulisch, Harry, núm. de pasaporte 913905-D, fila 14, asiento 25." Elijo precisamente este objeto, porque aquel proceso me transformó. Me hizo una impresión tan honda, que durante tres o cuatro años fui incapaz de producir nada. Esta impresión no fue provocada por la vista del perverso policía ni tampocopor lo que dijo, sino por los testigos, aquella interminable fila de sobrevivientes y sus espantosas declaraciones. El libro que escribí sobre el proceso El caso 40/61, ahora en libro de bolsillo en la editorial Anfbau apareció en 1962. Después, todo lo que empecé se malogró. Sólo cuando, hacia 1963, se iniciaron los cambios sociales, que en realidad tenían que haber comenzado en 1945, pude seguir adelante.
Por cierto, al principio la Embajada israelita en La Haya me negó el visado, pues se sabía que mi padre había colaborado con los alemanes durante la segunda guerra mundial, y que tras la guerra fue encarcelado tres años por ello. Pero eso cambió cuando cortésmente le hice saber al embajador que mi abuela y mi bisabuela por parte de madre habían sido asesinadas en el campo de exterminio de Sobibor.
Sergio Pitol
Se sabe que un fetiche es un objeto o animal al que se atribuyen propiedades sobrenaturales, benéficas para quien los posee.
No pesco ningún objeto que pueda considerar en verdad como un fetiche. Es más, fuera de unas cuantas fotos, nada en mi casa procede de la infancia, de la adolescencia, de mi primera juventud. He tenido muchos cuadros y me he desprendido de ellos; no como quien se libera de un fardo pesado, pero tampoco con excesivo pesar. En mis viajes he tenido la suerte de encontrar ediciones de alto valor para bibliófilos, y también he acabado por deshacerme de ellas. He vivido en muchas ciudades, lo que implica cambiar con frecuencia de casa; rara vez he sentido pesar al abandonarlas. Tal vez haya gozado de una forma permanente de inestabilidad, alimentada por una buena dosis de mercachiflería. Sólo guardo cartas, a las que no atribuyo rango de fetiches.
Me encantaría que Sacho, un perro al que venero, fuera mi fetiche, pero por desgracia no lo es. Cuando se me acerca, veo en sus ojos que yo sí soy el suyo, el único, absoluto, poderoso fetiche que ha conocido en su vida. He recogido, y a veces comprado, pequeñas piedras, granos de ámbar, de jade, cuya pérdida ulterior me ha hecho sentir vulnerable a los peligros del mundo, pero esa sensación se desvanece pronto. Creo, pues, en su poder protector, pero no en demasía. En donde vislumbro una potencia superior a toda razón es en la lectura. Si una buena noticia me llega mientras leo determinado libro, ya éste no perderá jamás su poder de imantación ni su capacidad propiciatoria; de modo que en vísperas de un viaje, en espera de una decisión importante o de la entrega de una radiografía debo forzosamente repetir las lecturas que han ya demostrado sus virtudes. Los tres libros propiciatorios decisivos son: El aleph de Borges, The duenna de Richard Sheridan y La Corte de Carlos IV de Galdós.
De la misma manera, he eliminado libros cuya lectura coincidió con alguna noticia funesta, un contratiempo grave, la aparición de una enfermedad. He perdido autores de los que me parecía imposible tener que desprenderme. De cualquier modo, ha sido una fortuna que el rayo haya caído sobre escritores que siéndome muy importantes no han sido los fundamentales: Cervantes, Sterne, Henry James, por ejemplo. Eso añade a la lectura de mis favoritos una trémula incertidumbre, un escalofrío, otra intensidad, ante el pavor que algo nefasto pueda ocurrir cuando los leo, que entre un fax con noticias fatales, y me vea obligado a desprenderme para siempre de ellos.
Antonio Tabucchi
La fotografía de Anita Ekberg es de un antiguo periódico italiano. La llevo siempre conmigo en mi agenda. Es un fotograma de la película de Fellini La dolce vita. Es mundialmente conocida. Sin embargo, para mí es algo especial porque La dolce vita cambió mi vida.
Creo que fue en 1963. Yo tenía 20 años. Había terminado el bachillerato con algo de retraso. Pensé inscribirme en la universidad, quizás en medicina, como quería mi familia. Un domingo fui a Florencia con unos amigos los domingos los jóvenes de provincias solían ir a Florencia, y fuimos al cine. Ponían la película de Fellini. Y me transformó radicalmente. Hasta entonces tenía una imagen embellecida y positiva de Italia, tal y como me la habían mostrado en la escuela: el crecimiento industrial, los valores morales reencontrados, pan para todos. En otras palabras, la imagen que la Democrazia Cristiana, el partido en el poder, difundía entonces por las escuelas del país.
Con esta película empecé a comprender en qué país vivía realmente. Se acuerdan ustedes de la película? No? Pues es la película más terrible que conozco sobre la sociedad italiana de posguerra. En ella nadie se salva: ni el proletariado, representado por las pobres gentes de los alrededores de Roma, con su pasión por los vulgares milagros de niños que han visto a la madonna; ni la burguesía , presentadacomo una clase cerrada y vulgar basta pensar en la horrible fiesta en la villa de Ostia; ni la nobleza los aristócratas del castillo parecen unos perfectos idiotas; ni Steiner, el gran intelectual, que, amante de la filosofía y de Bach, se suicida tras haber aesinado a su hija, como tampoco Marcello Rubini Marcello Mastroiani, el pequeño y ambicioso intelectual, que sueña con ser un gran autor, pero que de momento trabaja como reportero en un pequeño diario sensacionalista. La dolce vita me mostró los años sesenta italianos tal como eran.
Me parece que esto se corresponde exactamente con la Italia en la que vivimos hoy. Con todos los defectos italianos: la continua dejadez, el general cinismo, la falta de interés, la vulgaridad y la desesperante ambición del periodista Marcello. Su diálogo con Anita Ekberg en la escena de la fuente es patético y glacial. "Sí, es verdad. Lo he hecho todo al revés. Tienes razón." Entonces se mete en el agua siguiendo a la esplendorosa rubia, que, tonta de remate, se embriaga con lo primitivo, el arte, la romanitá de las piedras de la barroca Fontana di Trevi.
Cuando aquella noche volví a casa en el tren, tomé una decisión: Quería oxígeno, quería ir a Europa. Pensé marcharme a París. Hablé con mi padre y le comuniqué mi decisión de no inscribirme en la universidad. Mi padre se mostró comprensivo: "Puedo darte dinero para un mes, me dijo; si quieres quedarte más tiempo, tendrás que buscarte un pequeño empleo."
Me quedé más tiempo en París. Me enamoré de una chica llamada Christine y encontré un pequeño empleo que me daba para comer. En París descubrí la literatura actual europea pero sobre todo el cine, aquel cine que entonces difícilmente se podía ver en Italia. Jean Vigo, Buñuel, Cocteau, los vanguardistas, la nouvelle vague.
Y entonces trabé una amistad pasajera con un viejo periodista portugués que vivía exiliado en París. Esto no lo podía saber entonces, pero este hombre, al que conocí sólo superficialmente, se convirtió muchos años después en uno de mis personajes de novela, el Dr. Pereira.
Al finalizar mi estancia en París, ya de camino hacia la Gare de Lyon, al ir a coger el tren que debía llevarme de vuelta a Italia, vi en uno de los puestos de ocasión un pequeño libro traducido al francés, Bureau de Tabac. El autor era Fernando Pessoa, un nombre desconocido para mí. Lo compré, porque era barato entonces compraba los libros ante todo por ese motivo. En el tren lo leí. Era un largo poema, la primera traducción de Pessoa aparecida en Europa. Este libro habría cambiado mi vida. Pero esto ya lo había hecho La dolce vita.
Traducción de Arno Widmann
Enrique Vila-Matas
Mi madre, aunque nunca quiso confesarlo, siempre tuvo vocación de espía. En sus últimos años, el padre de mi madre había ejercido, con una seriedad y profesionalidad asombrosas, de espía de todo cuanto le pareciera que era divino y, por tanto, digno de su mirada. Mi madre posiblemente había heredado de él esa tendencia, y el día en que ella, mi padre, mi hermana y yo viajamos a Cadaqués en nuestro flamante seiscientos recién comprado, no nos resistimos a la tentación de llegar hasta Port Lligat para ver cómo era el lugar en el que vivía el divino Dalí. Mi madre nos animó a ello, inyectó en toda la familia un repentino entusiasmo por espiar al genio del Ampurdán. Fue mayúscula nuestra sorpresa cuando le vimos a él en persona almorzando, en compañía de algunos invitados, en la terraza de su casa. En ningún momento habíamos pensado que resultaría tan fácil verle a él, tan fácil espiar sus movimientos. Mi padre, por orden de mi madre, detuvo de golpe el coche y puso el freno de mano en aquella última curva de la carretera que descendía hasta Port Lligat. Fue un momento raro, difícil de olvidar. Mi madre, mi hermana, mi padre y yo, hacinados allí dentro de nuestro seiscientos, pasamos a espiar, casi reverencialmente y sin perdernos detalle, en riguroso silencio, aquel almuerzo que parecían estar escenificando para nosotros solos. Estuvimos espiándolo todo durante un buen rato hasta que de pronto mi madre, con su voz ronca característica, dijo que de allí no se iba hasta averiguar si era verdad que la vida de un genio, su sueño, su digestión, sus uñas, sus resfriados, su sangre, su vida y su muerte eran esencialmente diferentes a las del resto de la humanidad.
Ya me dirás cómo piensas averiguarlo, le dijo mi padre con su habitual sensatez. Entonces mi madre, por toda respuesta, comenzó a tocar la bocina del coche mientras me decía: Le dirás que te llamas Marcelino, estoy segura de que eso le gustará.
Me estaba preguntando aterrado qué significarían aquellas enigmáticas palabras de mi madre, cuando de pronto vimos que Salvador Dalí, tal vez pensando que desde aquel modesto vehículo español estaban aclamando su genio universal, nos mandó de pronto un espectacular saludo empuñando enérgicamente su bastón en dirección al cielo. Mi madre dijo que aquello no servía, que no era ni muchísimo menos un dato suficiente para saber si Dalí era un genio o una persona vulgar y corriente. Y entonces, sonriéndonos cariñosamente a todos, dijo que yo sería quien lograría averiguar si la vida del supuesto genio de la terraza era realmente diferente a la del resto de la humanidad. Bastará con que le arranques una sola frase, me dijo. Y me ordenó -eso lo tengo muy claro: me lo ordenó- que me situara al pie de la terraza, como si fuera a cantarle una serenata, y le hiciera una pregunta, una sola pregunta, la primera que se me ocurriera, cualquier pregunta servía, pues, fuera la que fuera, obligaría a Dalí a dar una respuesta que delataría si era él ingenioso a todas horas o tenía sus baches como todas las personas normales.
Empezaron a temblarme las piernas sólo de pensar que debía llevar a cabo una misión tan extravagante y complicada como aquella, pero al mismo tiempo yo creo que sentí la excitación que tanto complace a los espías que aman su profesión. Vi de pronto, en la figura del hombre que iba a espiar, un apasionante enigma. Eso pienso que fue lo que más me animó a salir del coche para poner en marcha mi labor de espionaje. Me acerqué lentamente hacia la casa y acabé colocándome al pie de la terraza; me quedé allí, durante largo rato, escuchando intrigado las misteriosas frases que decían Dalí y sus invitados. Como no entendí nada de lo que allí se hablaba, no logré retener en mi memoria ni una sola de las frases, salvo una, que tampoco entendí en ese momento, pero que tuve la feliz ocurrencia de anotar en aquella agenda americana en la que apuntaba cosas que no entendía para poder preguntárselas después a mis padres.
Rogando a sus invitados que se callaran por un momento, Dalí dijo de pronto: Mañana me dedicaré a los cojones del torso de Fidias.
Yo lo anoté, y seguí espiando sin ser visto hasta que de pronto me di cuenta de que ya era hora de que llevara a buen término la misión que me habían encomendado. Entonces, armándome de valor, grité tres veces seguidas: ¡Señor Dalí, señor Dalí, mire hacia aquí! El fue el primero en asomarse para ver qué sucedía. Me miró con cierto estupor, que fue en aumento cuando le dije: Me llamo Marcelino, señor Dalí, y estoy aquí para hacerle una pregunta, sólo una pregunta.
Dalí, que llevaba en la cabeza una corona trenzada de laurel, olivo y rosas, se quedó mirándome muy extrañado. Y entonces yo: Quisiera saber, señor, si usted sería tan amable de cederme un souvenir para mi familia.
No puede ser, dijo alguien. Dalí, tras un ligero titubeo, desapareció unos segundos para volver poco después con un pisapapeles que tenía forma de rinoceronte y que, con gran teatralidad, arrojó a mis pies.
Mi camino de vuelta al seiscientos fue feliz y triunfal. Mi pobre hermana lloró de emoción al ver lo que en pocos minutos había sido capaz yo de lograr. Mi padre dijo que aquel día me había hecho mayor. Pero mi madre, en cambio, no se mostró en momento alguno deslumbrada por el rinoceronte que había pasado a formar parte de nuestro patrimonio familiar. A ella lo único que le interesaba era la respuesta que había dado Dalí a mi pregunta. Como él no me había dicho nada y no me atrevía a confesar que en eso había fracasado, terminé recurriendo a mi agenda americana y le dije a mi madre que simplemente Dalí se había limitado a decirme esto: Mañana me dedicaré a los cojones del torso de Fidias.
Qué horror más horroroso, dijo ella. Y creo que pasó el resto de sus días convencida de que Dalí era un ser vulgar. Porque en su vida quiso volver a comentar algo sobre todo aquello. Fue como si en el momento mismo de decirle yo la frase de Dalí ella hubiera dado por zanjada para siempre su investigación.
Ignacio Martínez de Pisón
Hace unos ocho o nueve años, mi mujer tuvo que hacer por motivos profesionales un rápido viaje a Italia. Fiel a su costumbre de traer pequeños regalos de todos sus viajes, en aquella ocasión me trajo unos calzoncillos de topos comprados en una de las tiendas del aeropuerto. Se me ha pedido que escriba sobre un objeto que me haya acompañado diariamente durante un largo periodo de tiempo, y espero que los malpensados no se apresuren a afirmar que en los últimos ocho o nueve años no me he cambiado de calzoncillos. No, el objeto del que me propongo hablar no son esos calzoncillos sino la caja en la que venían metidos.
Digamos que era una caja sencilla, negra, de cartulina satinada, y que lo único que destacaba en ella era el minúsculo mecanismo que llevaba adherido en la parte interior y las tres agujas de reloj (dos de ellas, blancas; la tercera, roja) que exhibía en la parte exterior. Se trataba, en efecto, de una caja-reloj.
En un primer momento dudamos entre tirarla a la basura (era sólo una caja) o hacerle un hueco en la estantería (pero era también un reloj), y finalmente optamos por esto último, sabedores de que, tarde o temprano, la realidad nos acabaría indicando el momento oportuno para decidirnos por aquella primera opción.
Pero bueno, ya digo que han pasado ocho o nueve años, y ese momento todavía no ha llegado. La caja-reloj de cartulina satinada sigue en el mismo hueco de la estantería que entonces le adjudicamos, marcando puntualmente las horas, los minutos, los segundos, rigiendo nuestros horarios familiares, indicándonos los posibles adelantos o retrasos en nuestras actividades y costumbres.
Con el tiempo, esa caja-reloj ha acabado convirtiéndose en una modesta metáfora de la tenacidad y el afán de supervivencia. Lo suyo es la fortaleza de lo frágil y, mientras los otros relojes de la casa (el del video, el del teléfono, el de la radio-despertador) enmudecen al primer apagón, la caja-reloj mantiene una constancia digna de un reloj de pura raza. Con el tiempo, la caja-reloj ha acabado también convirtiéndose en una metáfora de sí misma, y puedo asegurarles que los calzoncillos que en un primer momento contuvo desaparecieron hace bastantes años de la faz de mi armario.