La Jornada Semanal, 10 de marzo de 1996
Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he dedicado o que él me ha dictado en relatos y novelas, bumerang del verbo que retorna a la mano y a los ojos.
Correspondencias, por ejemplo: en París es el término que indica los cambios que puedan hacerse entre las diferentes líneas, pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos, es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949, trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel Pimodan, en la isla Saint-Louis, y al preguntar por el metro que me llevaría a orillas del Sena, el hotelero me indicó la línea y agregó: "Es fácil, no hay más que una correspondencia." En ese mismo momento mi memoria volvía una y otra vez al célebre soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se ahondan.
En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias se llaman cambios, y en mi país combinaciones. Cualquiera de las tres palabras contiene cargas análogas, insinúan mutación, transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado, que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un olvido inmediato.
En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local, luego un tranvía y por fin, desde el centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. Porque cuando el tren tomaba velocidad las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de fuera, con el de arriba. En algún momento que cada vez tenía algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado, que al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel y las serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional que de alguna manera me condenaba ya a cosas como ésta, a escribirlo aquí cincuenta y tantos años después.
Por cosas así puede llegarse a mantener un comercio furtivo con el metro, una relación de la que no se habla pero que un día asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los cuentos fantásticos. Allí y en pasajes de novelas he ido coagulando a lo largo de los años ese sentimiento de pasaje que nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie mi primer impulso era entrar en alguno de los viejos y sombríos cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando en el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet Zuyderland, diferentes aproximaciones a un centro común; porque hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad que algunos vivimos como una amenaza que al mismo tiempo es una tentación. Si bajar al metro representa para mí una leve angustia, una crispación física que pasa en seguida, no es menos cierto que salir de él significa cada vez una indefinible renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso descifrables si no se prefiriera casi siempre lo superficial.
Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita; en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.
El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de la calle y el momentáneo despertar de otros estados de cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle, donde las opciones y la vigilancia son incesantes, basta iniciar el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la estación Etienne Marcel a la estación Panelagh: flechas y pasajes y carteles y escaleras anulan todo margen de capricho, todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que ser libres allá arriba significa peligro, opción necesaria, luz roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado.
De vivir en nuestro tiempo, poetas como Gérard de Nerval y Baudelaire hubieran amado el metro; Nerval por su lado alucinatorio, cíclico y recurrente, y Baudelaire por la artificialidad total de una micrópolis en la que no hay plantas ni pájaros ni perros. (Ratas sí, pero la rata está del lado del poeta, lucha contra el sistema, lo mina y contamina en una batalla sin cuartel que dura desde la primera ciudad de los hombres y sólo acabará con la última.)
La primera vez que bajé a la estación Saint-Michel y vi las enormes estructuras metálicas, las escaleras y los ascensores de hierro, la luz mortecina y estancada en la que toda idea de sombra es inconcebible, medí hasta qué punto Baudelaire hubiera aprobado ese congelado infierno moderno. Desde hace unos años, la renovación de las estaciones del metro de París intenta "humanizar" el ambiente, pero nada parece haber cambiado en la conducta de quienes las usan. Ya a medias robotizados por los mecanismos de la superficie, el descanso los fija en una total desmultiplicación de la vitalidad, de la comunidad, de la comunicación incluso en sus formas más embrionarias. Sólo los grupos, las bandas se agitan y hablan porque poseen y transportan su propio microclima que los defiende de la soledad exterior; los otros, incluso las parejas, se encierran en un mínimo de movimientos, de gestos y de miradas. Las caras de los pasajeros de un autobús reflejan siempre algo de lo que los rodea y los invade viniendo de las ventanillas; sus ojos siguen el dibujo o las leyendas de los carteles publicitarios, el cruce de los autos, el ritmo de las vitrinas y las gentes en las aceras. Pero aquí todo es rígido y como intemporal, y no hay nada que ver ni oír ni oler porque todo es recurrente y periódico y forzoso y casi idéntico en cualquier estación de metro. Los carteles de publicidad duran interminablemente, y acaso nadie se da demasiado cuenta de su renovación periódica. La luz y el aire tienen siempre la misma consistencia, todos hemos leído cientos de veces las mismas leyendas, advertencias, prohibiciones y consejas municipales, y las seguiremos leyendo porque los ojos se mueren de hambre en el metro, buscan un empleo, un asidero que los arranque de ese ir y venir en la nada. Este asiento está reservado a: 1)los mutilados de guerra, 2) las mujeres embarazadas, 3) los ancianos, etcétera./ Está prohibido descender a las vías en caso de interrupción de la marcha, a menos que así lo indiquen los empleados responsables, etcétera. (Menos mal que la política, la estupidez y la sexualidad llenan de inscripciones un poco más cambiantes los corredores y los vagones; el ojo salta sobre ellas, las devora contento, las entrega al cerebro para que apruebe o rechace. El Shah asesino/ Mueran los judíos/ Mao o Brejev/ Me gusta chupar/ Sea macrobiótico/ Abajo Pinochet.)
Paradójicamente, la codificación congelada del metro favorece en algunos viajeros la irrupción de lo insólito. Sé de la disponibilidad, de la porosidad que crea la rutina, de la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles. Lo sólito es allí tan manifiesto que la más mínima transgresión o fisura se da con una fuerza que no tendría en la superficie. El día en que me tocó viajar de pie en un vagón atestado, y una mano de mujer joven se apoyó sobre la mía y permaneció allí durante una fracción de tiempo que rebasaba lo normal antes de retirarse al otro extremo de la barra mientras su dueña se excusaba con un gesto y una sonrisa, ese mínimo episodio alcanzó una intensidad de la que hubiera carecido totalmente en un autobús, por la simple razón de que los protagonistas habrían estado más ocupados por su entorno, el roce de sus manos no habría tenido esa sutil transmisión de fuerzas, esa electricidad musgosa que me llegó tan a lo hondo y dio días después un relato que se llama Cuello de gatito negro.
En otro plano, la fisura dentro de la monotonía puede nacer de ese estado de desocupación mental que el metro favorece como pocas otras cosas. Pienso en un relato mío que sigue inédito, y que nació de un comentario humorístico sobre el número de pasajeros que habían bajado en un cierto día al subte Anglo en Buenos Aires, y el número de los que habían vuelto a la superficie (faltaba uno). Broma, error de control, todo quitaba importancia y seriedad a algo que sin embargo me pareció grave, quizás horrible, y que en su proyección imaginativa se volvió el preludio de un descubrimiento abominable.
Y luego, como una fascinación que el viajero presuroso y funcional rechaza, hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, a ser metro. Es una vez más la atracción del laberinto, recurrente mäelstrom de piedra y de metal. Lo insólito se da allí como un reclamo que exige la renuncia a la superficie, la recodificación de la vida. Pobres Elíseos atenazados por la urgencia de los horarios y las citas, los viajeros se tapan los oídos con cualquier cosa, el diario que leen entre las estaciones, las tiras cómicas, la contemplación vacua del vagón o del andén. Algunos sin embargo oyen el canto de las sirenas de la profundidad, y yo he aprendido a reconocerlos; son los que mientras esperan un tren dan la espalda a la estación y miran perdidamente la hondura tenebrosa del túnel. Entre ellos podría estar el protagonista de Manuscrito hallado en un bolsillo, alguien capaz de comprender y acatar el implacable ritual de un juego de vida o muerte con el que buscará a una mujer dentro de un sistema de claves implacables que él piensa haber inventado pero que vienen del metro, de la fatalidad de sus itinerarios, de su posesión total del viajero apenas se bajan los peldaños que nos alejan del sol y de las otras estrellas.
Pero si en todo esto lo insólito se proyecta en la consecuencia literaria más que en los hechos tangibles, también vale por sí mismo, aunque luego llegue a ser un tema de escritura. Antes de narrar el viaje imaginario de Johnny Carter en el metro, yo había vivido muchas veces esa fuga fuera del tiempo o ese acceso a otra duración que Johnny, en El perseguidor, habría de explicarle a su manera a Bruno. En 62, Modelo para armar, muchos episodios fueron vistos y escritos alucinatoriamente, y el metro instiló también allí su aura de excentración y de pasaje; eso me explica ahora el episodio del descenso de Hélène y su contemplación de los carteles publicitarios antes de su encuentro con Delia. En esos días yo había sentido con mayor fuerza que nunca el efecto del cambio de escala en esas caras y esas manos enormes que desde las paredes del andén de la estación Vaugirard proponían muros de quesos o vacaciones en México. Ya en la superficie seguía viéndolos como una especie de corrección de la realidad que pretendía rodearme y moldearme y someterme a su pretendida escala de formas y valores; de golpe esas imágenes monstruosas, esas uñas y esos dientes agigantados por el ansia de la sociedad de consumo, se me volvían positivos, me ayudaban a desconfiar de lo usual y lo fácil y lo presabido; de golpe yo era un pigmeo entre pigmeos, allí en la esquina podía estar esperándome, terrible y definitiva, la enorme niña que amaba el queso Babybel, y esa niña podía ser de hidrógeno o de cobalto, su zapato me aplastaría contra la acera sin odio y sin razón como nuestros zapatos aplastan hormigas a lo largo de gratas excursiones dominicales. Sentí que vivíamos por casualidad, que nuestras reglas tranquilizadoras estaban rodeadas y amenazadas por incontables excepciones, azares y demencias; todo eso busqué decirlo luego en la novela, todo eso le ocurrió a Juan, a Hélène, a los que de alguna manera tenían que pagar el precio de haber bajado al metro de sus propios corazones, de haber asumido los códigos de la noche bajo tierra.