México sufrirá este año una sequía largamente anunciada, de las más severas registradas en este siglo. Lo que ocurre se expresa en una baja precipitación pluvial que incide notablemente en el abastecimiento de agua para consumo humano, en los aportes que requiere la agricultura y la ganadería y en el funcionamiento de las plantas hidroeléctricas que proporcionan más de 20 por ciento de la energía eléctrica. Sin duda, es el sector rural del norte y noroeste del país el que más resiente los efectos ocasionados por la sequía. Ello se debe en muy buena parte a la desigual distribución geográfica del líquido y a las variaciones de su disponibilidad. Así, mientras la mayor existencia de agua se ubica en el sureste del país, donde la demanda es baja, en el resto del territorio es elevada y contrasta con la escasez.
Los mayores déficits de agua se tienen en miles de comunidades rurales. En ellas viven unos 14 millones de personas que carecen de ese servicio; además, registran bajos niveles de ingreso, ocupación, salud y educación. El 80 por ciento de esos pobladores tampoco disponen del servicio de alcantarillado. Como en diversos documentos reconocen las dependencias responsables de la planificación, conservación y utilización del agua, cada vez se hace más necesaria la participación de la ciudadanía en la solución de los problemas, mientras los recursos para resolver las carencias son insuficientes.
Si es un enorme reto garantizar el líquido para consumo humano en el campo y los centros urbanos, no lo es menos asegurar los volúmenes necesarios para la producción de alimentos que consume la población nacional y para exportar algunas cosechas hacia los mercados internacionales. Para esos fines, México posee una de las infraestructuras hidroagrícolas más importantes de América Latina, con 135 presas de almacenamiento, centenares de presas derivadoras, plantas de bombeo, miles de pozos profundos, más de 80 mil kilómetros de canales y drenes, y otras obras complementarias que permiten irrigar alrededor de 5 millones de hectáreas, equivalentes a una tercera parte de la superficie agrícola del país. Cabe advertir que durante décadas el grueso de la inversión pública en el agro se dirigió precisamente a construir y sostener los distritos de riego y sus vasos alimentadores, especialmente en los estados norteños. La mitad de dichas unidades ya han sido transferidas a los usuarios para su administración, pero la presencia gubernamental sigue y es definitiva.
Si las áreas de temporal han visto en los últimos años agudizarse su situación y con ello la suerte de cosechas básicas en la dieta de los mexicanos, como el maíz y el frijol, los problemas aumentan también en las zonas que cuentan con agua proveniente de las presas o del subsuelo. En repetidas ocasiones, los especialistas de la Comisión Nacional de Agua, otras dependencias gubernamentales y los estudiosos del tema, han llamado la atención sobre la necesidad de no descuidar una infraestructura en la que el país ha invertido sumas considerables, regateando apoyos a las áreas temporaleras, donde vive la mayoría de los campesinos y los desajustes sociales y económicos, de por sí alarmantes, se agudizan con la falta de lluvias, créditos, sana comercialización, extensionismo.
La citada comisión insiste desde hace años en la urgencia de tomar medidas efectivas con el fin de resolver los problemas de las zonas de riego y evitar la acumulación de rezagos y deficiencias que le cuestan a la sociedad en su conjunto. El diagnóstico de lo que sucede es alarmante: se desperdicia más de las dos terceras partes del agua de riego por deficiencias en la conducción y aplicación del líquido a nivel de parcela; existe deterioro físico de la infraestructura hidráulica por falta de recursos y por mal uso; se requiere nivelar, recuperar suelos, entubar y revestir canales, construir drenajes; el rendimiento de los distritos de riego se redujo notablemente (del 2 al 0.6 por ciento anual) en los últimos 15 años, en comparación con el obtenido en las décadas sesenta y setenta; los costos de producción agrícola aumentan sin cesar.
Alarma comprobar que un recurso escaso y clave para el desarrollo no se aprovecha adecuadamente; por el contrario, se desperdicia. No hay una cultura del agua. Luego de tantos diagnósticos certeros de las dependencias oficiales y los estudiosos del tema, no se aplican las medidas urgentes para revertir la crisis que afectará finalmente a toda la sociedad, pero mucho más a los pobres. Por supuesto, no existe un programa integral que garantice desde el cuidado de las áreas boscosas y selváticas donde nacen y corren los ríos, hasta los sitios donde se captan sus caudales y, finalmente, se utilizan.
Cada sexenio se anuncia, triunfalmente, un nuevo plan para resolver las necesidades de agua en el país; para, ahora sí, hacer las cosas bien, pensando en el futuro. Lo que hoy ocurre es una demostración más de que abundan las promesas y no el cumplimiento de las mismas. Que el bienestar para las familias está lejos de alcanzarse. Por el contrario, la crisis largamente anunciada del vital líquido disminuirá todavía más la calidad de vida de millones de personas. A quién echarán la culpa los funcionarios de lo que sucede hoy y será peor mañana?