José Joaquín Blanco
La veloz muerte del nacionalismo mexicano

En los últimos quince años, pero de manera más precipitada en el lustro reciente, pasó a mejor vida el nacionalismo mexicano sin mucho ruido y acaso sin otro rastro que un ligero olor a azufre.

En la medida en que se sacrificaban uno a uno muchos de los principios, lemas, signos y costumbres propios de ese nacionalismo, para adecuarnos mejor a la modernización y a la globalización que se nos ofrecían lustrosamente como Jauja, se vociferaba el revisionismo histórico y el vituperio de ahí el olor a azufre de ese nacionalismo mexicano liberal-revolucionario, convertido ahora en un cúmulo de obstáculos para el progreso de México y su incorporación al Primer Mundo.

Era un sistema se nos dijo mitológico, maniqueo, corrupto, arcaico, que no hacía sino proteger al caciquismo corporativo del PRI. Y engendraba monstruos: como Díaz Ordaz y Echeverría, como la Quina, Rubén Figueroa (el padre) y Fidel Velázquez. Era simplemente la ideología de una mafia política.

Había algo de cierto en esa crítica, avanzada por la izquierda décadas atrás, y de pronto tan oportunamente aprovechada por los neoliberales. Efectivamente, el Estado había despojado a la sociedad en realidad, sólo a la Iglesia: la sociedad tampoco antes había sido tomada en cuentade su carácter de sujeto privilegiado del nacionalismo. Durante mucho tiempo el nacionalismo había sido exclusivamente clerical. Luego vino el nacionalismo de los generales, durante la Era Santa Anna.

A partir de la consolidación del Estado liberal, y de su recuperación por los gobiernos de la Revolución Mexicana, el nacionalismo se volvió exclusivamente estatal, y fuera del presupuesto no había sino vendepatrias. El nacionalismo era cosa de curules y campañas electorales.

Al nacionalismo religioso sucedió un nacionalismo legalista, apoyado en nuevos temas: el Estado como supremo propietario y patriarca benefactor y justiciero: la soberanía nacional, el antimperialismo, el proteccionismo a todo lo nacional, la autodeterminación y un vasto y laborioso castillo de naipes jurídicos que, buscando apoyos en la ONU y el derecho internacional, en los países socialistas y en los ``no-alineados'', trataba de construir una muralla legal y política ante el poder de Estados Unidos y de otras potencias.

Qué tanto funcionó en la práctica durante toda la catastrófica sucesión de sexenios priístas? Algunos historiadores se han complacido, por ejemplo, en sacar a relucir a Joseph Daniels con respecto a la expropiación petrolera: otros, en demostrar que tanto nacionalismo jurídico no impidió durante la mayor parte del siglo que el país se alineara a los negocios y a los intereses norteamericanos. Vasconcelos acusaba a los presidentes mexicanos de ``procónsules'' o testaferros de Estados Unidos; los comunistas, también.

De pronto, en quince años, las prioridades fueron, descaradamente, la modernización y la globalización a marchas forzadas, rompiendo lo que hubiese que romper, y llevándose entre las patas todo lo que hubiera de ser atropellado. Así: para ahorita y al chilazo. Una a una, las leyes y las instituciones mexicanas tan arcaicas para unos, o tan excéntricas para otros debieron adecuarse a las metropolitanas: así las prioridades y los intereses.

Hemos visto cómo las decisiones no sólo se toman fuera, sino que allá, en los centros políticos y financieros de Estados Unidos y Europa, se dan a conocer y se discuten: aquí obedecemos lo que sea, cuando ya todo es inevitable. Si eso no es signo tradicional de colonialismo, quién sabe qué cosa sea el colonialismo. Los agentes de nuestro nacionalismo empezaron a ser, públicamente y sin ambages, los agentes de la globalización y de la modernización al gusto de Estados Unidos. No había opción, se nos dijo desde el balcón central de Palacio Nacional: lo otro era seguir siendo el rancho caciquil, miserable, atrasadísimo, y a final de cuentas bien colonizdo, de siempre.

En la prisa por cambiarlo todo de golpe y porrazo no hubo tiempo de inventar un nuevo proyecto nacional ni un nuevo discurso nacionalista. Sólo se inventó una frase más bien estúpida y un tanto plagiada: ``el liberalismo social'', que suena a lo ``revolucionario institucional''. Pero se divulgó ese sueño, Jauja, de ingresar ya sin diferencias ni particularismos provincianos ni tercermundistas en el Primer Mundo.

No alcanzamos Jauja. Ni vemos los beneficios modernizadores y globalizantes. Vemos palabras como soberanía, identidad nacional, proyecto nacional, autodeterminación, igualdad jurídica de las naciones, como esas estatuas ruinosas de nuestros arruinados parques. Próceres en bancarrota, mochos y descarapelados, que nomás esperan el camión de la basura.

Qué quedará, y cómo, pese a estos sismos globalizantes y modernizadores, el otrora tan orondo ``nacionalismo de la Revolución Mexicana''? No está nuestro gobierno, tan inhábil ante tantas cosas, preparado para dar una respuesta. Simplemente carga el muerto que su propio sistema mató. Ahí lo lleva a cuestas, haciendo como que ni hay muerto ni se ha matado a nadie. Y no habla de la soga en la casa del ahorcado, que es la suya propia.