El endurecimiento de la relación entre la Presidencia y el panismo enfría las posibilidades de una reforma consensada e introduce un factor de tensión adicional al deteriorado clima político que existe en el país. No resulta fácil definir el momento actual por el que atraviesa México, los signos visibles no son muy alentadores. El cambio de papeles de los partidos políticos en el escenario actual genera efectos extraños y las estrategias políticas no se traducen en expectativas alentadoras. Un PAN endurecido, un PRD negociador, y un Presidente que va en contra de sus promesas iniciales son los datos del momento. Tal vez, la clave se encuentra en un inicio de la lucha por el poder para 1997. Desde esta hipótesis se pueden mirar los acontecimientos que se desatan con la salida del PAN de la mesa de negociación sobre la reforma del Estado, el pasado 17 de febrero.
La situación actual no es similar a la que se tuvo durante las reformas electorales en el sexenio pasado, donde olímpicamente se pudo prescindir del PRD, y al mismo tiempo, el gobierno salinista tuvo el margen de postergar una reforma a fondo. Hoy México está en un momento muy distinto, hay amenazas graves sobre la gobernabilidad, la incertidumbre es la moneda común, las fuerzas y los intereses duros están sueltos y el liderazgo presidencial se encuentra debilitado. En pocas palabras, no hay margen, los tiempos políticos son cortos y las posibilidades de lograr consensos amplios se encuentran entrampadas.
Durante todo el salinismo pudimos ver la confrontación a muerte sobre todo por los más de 250 perredistas asesinados entre el gobierno y el PRD. Estaba más o menos clara la divergencia: dos proyectos de país; el origen era el fraude de 1988; las consecuencias, el cierre de espacios al perredismo y la confrontación permanente. Durante el sexenio ganó el salinismo, pero con la crisis actual y con el grave descrédito que dejó en el suelo a Carlos Salinas, el que gana en términos históricos es, de alguna manera, el perredismo, aunque no haya podido capitalizarlo en votos. Mientras esta batalla tenía lugar, el otro partido político importante de la oposición, el PAN, entró en una especie de alianza con el gobierno: hubo coincidencia en el proyecto económico o, por lo menos, importantes acercamientos; se posibilitó la alternancia en varias gubernaturas, y se hicieron negociaciones por fuera de las urnas que lo beneficiaron, como en el caso de Guanajuato. No considero que esas condiciones expliquen el crecimiento electoral de ese partido, porque sus mayores éxitos en las urnas se dan en 1995 y sin que hubiera mediado una supuesta ``mano protectora'' del Presidente.
En este sexenio, la posición del PRI, en su condición actual de partido dominante en crisis, ha mantenido abierta dos líneas de confrontación con sus antagonistas, con el PRD en los casos emblemáticos de Tabasco y Guerrero, y con el PAN en Puebla caso de Huejotzingo y en Yucatán. La mano presidencial había estado relativamente metida en estos conflictos, no de forma muy directa y centralizada, como se operaba en el sexenio anterior, sino de forma más distante y sin cortar las vías de contacto con la oposición. El presidente Zedillo pagaba los costos de que los problemas no se resolvieran con rapidez, pero se beneficiaba relativamente de no estar embarrado directamente en los conflictos ya emblemáticos. Esta situación es la que cambió de forma drástica en las últimas tres semanas: primero, la salida del PAN de las negociaciones, altera el cuadro, pero si se analiza con detalle, no es por el acto mismo, sino porque implica una redefinición de las fuerzas, la cual se da en función de un objetivo importante, o sea, la lucha por la mayoría en la Cámara de Diputados en 1997; los panistas argumentan una ``restauración'' y se escudan en un supuesto fraude en un municipio. Segundo, según algunas versiones, en las mesas de la Secretaría de Gobernación no se logra avanzar mayor cosa; la agenda de reforma electoral está más o menos definida en los 60 puntos que surgen del famoso ``seminario del Castillo de Chapultepec''. De cualquier forma, la iniciativa tendrá que ser aprobada o rechazada en el Congreso, donde están representados los partidos políticos. Queda claro que la agenda de cambios, por lo menos en términos electorales, está definida, lo que falta es el clima propicio para sacarla adelante, es decir, que el PRI acepte y que la Presidencia esté de acuerdo en las condiciones mínimas para establecer un sistema electoral confiable, equitativo y autónomo. Tercero, el tono de confrontación del PRI y, sobre todo, el discurso presidencial en el aniversario priísta del 3 de marzo, muestran un corrimiento para cerrar filas; se identifica al PAN como el antagonista y se da línea a las bases para actuar en consecuencia; la Presidencia al tomar la bandera partidista pierde por partida doble, se cae la supuesta separación, ``sana distancia'', entre partido y Presidencia, espacio indispensable para el avance democrático, con lo que tenemos otra vez un cambio de actitud presidencial que genera incertidumbre, y al mismo tiempo, al fortalecer la confrontación gana la línea dura de los operadores priístas, para lo cual no hay que ir más lejos que revisar la trayectoria del equipo electoral tricolor.
El relevo en la dirección del panismo, con Felipe Calderón como nuevo presidente nacional, no modificó la posición de mantenerse fuera de la negociación. La opinión del PRD sobre la condición actual de la reforma no es muy positiva, reconoce que se encuentra relativamente atorada. Algunos consejeros ciudadanos Creel y Ortiz Pinchetti reconocen que si en junio no hay reforma podría cambiar el rumbo, desviarse, un supuesto cambio político en el país. En síntesis, como en el mejor lenguaje de los trapecistas, en este circo la reforma está en el paso de la muerte. La responsabilidad es de todas las fuerzas; ojalá que los actores no se equivoquen en su estrategia, porque en esta ocasión tal vez no exista mucho margen para corregir...