Aunque no le es privativo, la violencia en la ciudad de México ha alcanzado niveles angustiantes que ha dado pie a que juristas y líderes de opinión sugieran soluciones extremas que conllevan, a su vez, fuertes dosis de violencia. Plantear sacar al ejército de sus cuarteles para vigilar las calles, extender el recurso de la pena de muerte, o castrar al violador, son propuestas que revelan la preocupación por buscar soluciones drásticas para el problema, al mismo tiempo que dan cuenta de una pérdida de confianza en la posibilidad de atacarlo de manera civilizada.
Es cierto que la violencia genera más violencia, pero cuando una sociedad responde a ésta y a la atmósfera de inseguridad que la rodea recuriendo a métodos igualmente bárbaros, se entra en un círculo vicioso de violencia que puede devenir incontrolable; se genera un ambiente de zozobra que está lejos de significar ya no digamos la recuperación de la seguridad pública, sino al menos la disminución de los delitos y la criminalidad.
Los encargados de la seguridad pública en el Distrito Federal han rechazado que sea conveniente solicitar al ejército que auxilie a la policía en la lucha contra el crimen y la delincuencia, sin embargo, recientemente hemos sido testigos de incursiones de dichos cuerpos armados en diferentes zonas de la ciudad, persiguiendo supuestamente narcotraficantes. En todo caso, son situaciones nuevas para los habitantes de la megalópolis que no dejan de ser alarmantes particularmente porque se desconocen las motivaciones reales y los límites efectivos para su presencia.
Las respuestas más civilizadas y con alcances más profundos son sin duda las que tienen que ver con la puesta en marcha de políticas para extender la educación, las fuentes de empleo y los espacios y oportunidades de recreación y expresión cultural, pues ahí están las causas últimas de la recurrencia a la violencia. Sin embargo, son acciones de largo alcance cuyos productos no se materializan en el inmediato plazo. Hay, entonces, que combatirlas con la utilización de medidas efectivas de contención que hagan que las penas a las que se hacen acreedores los que delinquen sirvan para disuadir a los criminales.
Las autoridades han señalado que uno de los principales problemas en este terrno radica en la falta de coherencia que existe entre la administración y la procuración de la justicia, pues hay resquicios legales que permiten que un delincuente recupere en un tiempo breve su libertad. Es de todos conocido que este asunto en particular tiene que ver no sólo con disonancias jurídicas, sino con los costos enormes que significan para el erario público mantener a un número cada vez más elevado de reclusos. También tiene que ver con la falta de profesionalización de los cuerpos policiacos, pero ésta de nueva cuenta es una labor al menos de mediano plazo.
La respuesta del gobierno a la creciente inseguridad en la ciudad ha optado por el camino de endurecer los castigos contra asaltantes y delincuentes individuales o de bandas organizadas. La iniciativa anunciada por el presidente Zedillo contempla modificar el régimen de libertad provisional para no otorgarla a reincidentes y a quienes cometan delitos graves, así como elaborar una ley para combatir la delincuencia organizada.
Estas medidas jurídicas delimitan los espacios de actuación de las autoridades, pero son insuficientes si no están acompañadas de fórmulas que aseguren que aquéllos encargados de hacerlas cumplir lo hagan justamente porque es la mejor salida para ellos mismos. Para decirlo de otra manera, es necesario que este tipo de disposiciones vayan acompañadas de acciones que hagan menos rentable y funcional el recurso a la corrupción.
Todo esto resulta indispensable para ir sembrando un terreno de confianza en las instancias encargadas de la seguridad pública, de otra manera, aunque existan mejores leyes, la población no sentirá que acogiéndose a ellas esté mejor protegido.
No cabe duda que los hombres guían sus actos a partir de premios y castigos. El combate a la violencia tiene que moverse no solamente en el plano de lo segundo, sino en la formulación de incentivos para desestimular el recurso a la violencia. La crisis económica y las incertidumbres políticas alimentan su recurrencia. El problema tiene que atacarse desde diversos frentes.