El caso de Aguas Blancas está todavía muy lejos de una solución definitiva. Entiendo que tres de los senadores del PRD se hayan dejado fotografiar haciendo el signo de la victoria tan pronto como se hizo pública la solicitud de licencia de Figueroa, pues a muchos nos dio gusto. Pero lo único que se ha conseguido es una tregua, mientras la Corte de Justicia cumple con su labor. Sería muy mala cosa, en cambio, que ese signo de victoria representara también una especie de acuerdo implícito para borrar e iniciar cuenta nueva, pues el hecho es que las causas de la violencia guerrerense como de la chiapaneca y la tabasqueña y la defeña y la etcétera siguen estando en esa terrible combinación que producen la desigualdad y la falta de medios sólidos para resolver las diferencias políticas. Se fue Figueroa, pero se quedaron las razones del desarreglo.
En el conflicto de Guerrero hay varias lecciones que no deberían pasar inadvertidas. La más obvia ya fue subrayada con las luces de Monsiváis: el enorme peso político de la televisión y de los medios en general, como instrumentos capaces de contrarrestar cuando actúan al unísono los desmanes de los poderosos. En este caso como en muchos otros, esos medios fueron más influyentes y mucho más eficaces que las instituciones formales. Mientras en el Congreso se organizaba una imperdonable defensa corporativa por parte de algunos diputados del PRI, los medios se fueron una vez más por delante. De modo que volvió a producirse ese fenómeno que consiste en que las instituciones se vuelven reactivas e incapaces de adelantar soluciones que no hayan sido ya perfiladas al margen de ellas. La conclusión es que está muy bien que a pesar de todo se hayan movido, pero está muy mal que solamente se muevan a gritos.
El mensaje que nuestras instituciones formales están produciendo de más en más desde que comenzó este sexenio, en efecto, es que solamente están dispuestas a responder ante los problemas que ya les cayeron encima. Y de ahí a la lógica mexicanísima que invita a crear problemas para ser realmente escuchado no hay ni un paso. Las organizaciones que defienden intereses plausibles, que deciden portarse bien con la patria y utilizar solamente los caminos civilizados del convencimiento y el diálogo para lograr sus propósitos, corren el riesgo de desaparecer entre los pliegues de la burocracia estatal. Nadie les hace caso porque el argumento predilecto del régimen está en los rigores que impone la mano invisible del mercado y en la ceguera neutral de la señora justicia. A menos que el asunto se convierta en un problema político inmanejable y trascienda a los medios de comunicación con la fuerza suficiente, porque entonces la mano y los ojos abandonan su versión invisible para volver a los cauces de la política activa.
La dificultad más acusada de esa lógica preferida actualmente por el gobierno, es que las instituciones normales todavía están muy lejos de adaptarse a esa versión finisecular del Estado policía. Como ha saltado a la vista, los políticos leales al régimen esperan línea para moverse, con el grave inconveniente de que no hay tal. De modo que su mejor opción es acaso convertirse en lectores voraces de lo que se escribe en los medios y en muy atentos escuchadores de lo que se dice en la radio para tratar de atisbar al menos por dónde vienen los tiros. En cambio, los más listos que son muchos, evidentemente están muy ocupados tratando de generar problemas suficientemente graves como para abrirle los ojos a la dama ciega y torcerle la mano al señor invisible.
Si algo le dio larga estabilidad política al régimen autoritario de México fue su capacidad de incluir y de abrir, mediante muy diversos mecanismos que no sólo premiaban a los bien portados sino que les indicaban proyectos y mecanismos para seguir portándose bien. En nuestros días, en cambio, la única prioridad gubernamental parece constistir en que los mercados no se pongan nerviosos y que la mayor parte de los problemas en ciernes se lleven a ese otro mercado que supone la competencia por la legalidad aplicada. De modo que la dificultad más importante que afronta hoy por hoy el país no está en la ausencia de un proyecto nacional encabezado por el gobierno como opina, por ejemplo, Lorenzo Meyer sino en el proyecto mismo: esa forma libérrima de concebir la vida de la nación, montada sin embargo sobre una cultura política y sobre unas instituciones completamente distintas. Esta en la naturaleza del liberalismo a ultranza, por lo demás, que ganen los más fuertes, los más ricos y los más ruidosos. Incluso para llamar la atención del gobierno cuando el niño no sólo está ahogado, sino que ya ha comenzado a oler mal. Exactamente como ocurrió, para desgracia de todos, en Aguas Blancas.