El tránsito de Krzysztof Kieslowski (Polonia, 17/06/41) por el planeta, lo llevó a las mismas conclusiones a que arribaron otros iluminados del séptimo arte. Al escuchar sus palabras, mi memoria invoca a Pier Paolo Pasolini y a Andrei Tarkovski, que con menor o mayor grado de conciencia observaron desencantados este fin de siglo, y se esforzaron por reflexionar sobre el presente con vuelo poético, imaginación creativa y una fe ciega en un futuro luminoso, para proyectarse hacia el porvenir y darle aliento a sus espectadores. Con amargura, Kieslowski aceptaba que sus buenas intenciones tuvieron a menudo resultados negativos. Pero es ese sentimiento derrotista hacia la vida que lo rodeaba, hacia ese mundo donde no hay verdad sino espejismos, hacia esa Polonia amada y a la vez históricamente maldita y en donde aseguró que moriría, lo que le inspiraba a rodar las imágenes que hoy el mundo aplaude.
No es extraño que la impaciencia de Kieslowski lo instara a anunciar que se retiraría del oficio de cineasta. Ni que se rebelara contra los que esperaban que fuese un ``animal político''. Personalidad polémica en su país natal, donde el cine fue, por varias décadas, tribuna para la discusión de los problemas ideológicos y espirituales nacionales, Kieslowski se inclinaba más que nunca hacia las emociones, hacia el mundo interno del individuo, sus opciones y necesidades, por encima de consideraciones políticas. Y no es que Kieslowski estuviera al margen del ``cine de disensión moral'' que expuso internacionalmente a Andrezj Wajda y Krzysztof Zanussi. También dio su cuota en ese marco, con su fuerte auto-definición de hombre polaco, que se niega a ser ``ciudadano del mundo''. A Polonia dio el sí; a la política, la rechazó, y había dicho basta!.
De origen muy humilde, hijo de un padre tuberculoso que deambuló por el país en búsqueda de salud en distintos sanatorios, Kieslowski desarrolló un tono a veces displicente, cierto desaliento que lo llevó a mantener un diario de notas, para luego descartarlas y una memoria un tanto débil, quizá para cancelar el recuerdo de sus penurias y carencias en la infancia y la adolescencia.Según testimonió, su entrada a una escuela de arte fue fortuita, e ingresó a la escuela de cine de Lódz después de fracasar las pruebas en dos ocasiones para levantar el ánimo de su madre y para demostrarse que ``a la tercera, va la vencida''. Fue un error, admitía, porque era perezoso o estúpido; y si le dieran la oportunidad de volver el tiempo atrás y tomar la decisión de escoger una carrera, probablemente optaría por la primera (bombero) y se negaría a ser cineasta. Hizo cine por 30 años, pero si le hubiesen preguntan su opinión, diría que es una profesión costosa, agotadora y que otorga pocas satisfacciones en proporción al esfuerzo invertido.
A veces, pareciera que hay algo de mentiroso en Kieslowski: por momentos, sus palabras suenan a simple chanza. Pero a la luz de sus renuncias, debe haber mucha verdad y sinceridad, cuando afirmaba que no recuerda cuál fue la primera película que vio; que sus fuentes de inspiración eran los sueños, los libros que ha leído y la ``apropiación de ideas ajenas''; o que hacía cine porque no sabía hacer otra cosa.
Kieslowski se mostraba como un hombre que había llegado a un ajuste de cuentas satisfactorio con su vida, a un balance que quizá arrojaba una mayor cuota de tristeza que de alegrías, pero que, a la larga, es válido por la tranquilidad espiritual que se captaba en sus declaraciones.
``Siempre le digo a mis discípulos que examinen sus propias vidas'', decía. ``No con el propósito de aplicarlo en un guión, sino por el bien propio. Qué pasó durante el día, qué te trajo aquí. Esto hay que saberlo. Es el comienzo. Yo trato de saber cómo he llegado a este punto de mi vida. Si uno no entiende su vida, no puede entender la de los demás. Para alguien que narra historias de otras gentes, es absolutamente necesario que tenga una comprensión auténtica de su propia vida''.
Kieslowski habrá olvidado detalles de su vida por banales, quizá; por sublimación, posiblemente, pero la posguerra en Polonia y su entrenamiento en la escuela de Lódz, lo obligaron a aprender a observar la vida propia y ajena. A menudo decía que sólo filmaba documentales, porque sabía que, aun cuando había rodado ficciones intrincadas, ha alcanzado ese nivel de ``comprensión auténtica'' de su entorno.
En Lódz aprendió técnicas documentales que, en conjunción con su sentido ético de la exposición de la vida de los demás, marcaron algunas muestras del género realmente notables, donde siempre tuvo el cuidado de no exponer a sus protagonistas sobre todo, los más polémicos al escarnio público: en Desde la ciudad de Lódz (1969) y Yo fui un soldado (1970), observa las excentricidades de un poblado y a veteranos de guerra casi con veneración; en Antes del rally (1971), Refrán (1972), Albañil (1973), Rayos X (1974), Hospital (1976) y Estación (1980), contempla, respectivamente y con un estilo desapasionado y próximo a la antropología, la conducta de los mecánicos, la burocracia de una funeraria, la desilusión de un obrero, el tratamiento de la tuberculosis, la labor de cirujanos y la dinámica de la gente que pulula en la estación central de trenes de Varsovia.
De este grupo, el documental más destacado fue Primer amor (1974), trabajo hecho para la televisión, en que siguió a una joven pareja de solteros por meses, durante el embarazo de la muchacha, su eventual boda y el nacimiento de la bebé.
Kieslowski siguió el proceso normal de un cineasta en Polonia, dando los pasos requeridos por la burocracia, lo cual le permitió sobrevivir económicamente e ir aprendiendo la profesión, sobre todo a dirigir actores en mediometrajes para la televisión. Durante este periodo tuvo sus primeros encuentros con la censura y la persecución. La policía llegó a robarle pistas sonoras y a confiscarle metraje documental en búsqueda de información, siendo interrogado como si fuera un delator. En 1972 Trabajadores '71 (co-dirigido con Tomek Zygadlo) fue reeditado y difundido bajo otro título y sin títulos. Su producción, bajo el espíritu de la ``disensión moral'', abordaba asuntos inquietantes: en Curriculum vitae (1975) planteó cómo el Partido Comunista interfería en lo personal; en Desde el punto de vista de un celador (1977) desenmascaró el carácter proto-fascista y totalitario de un viejo militante; y en Yo no sé (1977) se aproximó a la corrupción oficial.
Kieslowski descubrió que en el documental había que dejar correr largos trechos de película para que una conversación o un evento cobrara fuerza o corporeidad. Sin embargo, y de modo paradójico, al dejar correr mucho metraje de, por ejemplo, una conversación, se perdía el objetivo del documental.
Por otra parte, no se podía describir todo. Había límites, pero más de la tolerancia de los que controlaban la exhibición de cine y la emisión por televisión, que del género mismo. Y finalmente, la conducta de los sujetos documentados se alteraba notablemente ante la cámara. Esta fue una de las razones por las que Kieslowski, en búsqueda de autenticidad aunque fuese ficcionalizada optó por el cine argumental. A pesar de que ya había dirigido La cicatriz (1970), Suerte ciega (1981), Breve día laboral (1981), su "único filme político'', como lo definió; y Amateur (1979) que le trajo reconocimiento internacional, en 1982 le ocurrió el caso más impactante de alteración de la realidad, durante la filmación de otro documental.
Empezaba la década de los ochenta, con el alzamiento de Lech Walesa, la huelga de Gdánsk, el nombramiento del general Jaruzelski como Primer Ministro con el apoyo de Moscú, el crecimiento de Solidaridad y su desmembramiento en 1982, y Kieslowski sabía que era muy difícil hacer cine. Sin embargo, le fue aceptada una propuesta para filmar un documental sobre los tribunales, sobre los ``culpables'' (condenados severamente por cualquier trivialidad, a causa de la ley marcial decretada por Jaruzelski) y los acusadores. Luego de vencer la resistencia del poder Judicial, empezó el rodaje. Pero ocurrieron dos factores inesperados: ante la cámara, los jueces empezaron a dictar sentencias leves y, de súbito, todos querían ser filmados. El cineasta se vio envuelto en una curiosa intriga, en que se le intentó involucrar, para vender al mundo la idea de que en Polonia no se estaban dictando sentencias de ``tres años de cárcel por pintar grafittis contra los militares'' ni veredictos similares.