Hacer cine no significa públicos, festivales, reseñas, entrevistas. Significa levantarse diariamente a las seis de la mañana. Significa el frío, la lluvia, el lodo, y cargar lámparas pesadas. Es un oficio para destazarse los nervios; en cierto momento, todo lo demás se vuelve secundario la familia, las emociones, la vida privada.
Naturalmente dirán lo mismo de sus trabajos los conductores de trailers, los hombres de negocios y los banqueros. Y sin duda tendrán razón, pero yo hago mi trabajo y escribo sobre lo que hago. Lo que tal vez no debería seguir haciendo es este trabajo. Estoy llegando al final de algo que es esencial para un cineasta: la paciencia. No tengo paciencia para los actores, los técnicos de iluminación, las condiciones atmosféricas, la espera, y el hecho de que nada sale como yo espero que salga. Al mismo tiempo, no debo mostrar lo que siento. Es desgastante tener que esconder frente al equipo de filmación mi falta de paciencia. Creo que los más sensibles saben que no me siento feliz con este aspecto de mi personalidad.
Hacer cine es lo mismo en todas partes del mundo: se me asigna un rincón en un pequeño set; hay por ahí un sofá abandonado, una mesa, una silla. En este interior falso mis severas indicaciones suenan grotescas: Silencio! Cámara! Acción! Una vez más me tortura pensar que estoy haciendo un trabajo insignificante. Tal vez todos los cineastas con el dinero que gastamos en las películas, las cantidades que ganamos, y nuestras pretensiones arribistas tenemos a menudo la sensación de cuán absurdo es nuestro trabajo. Hace algunos años, el diario francés Libération preguntó a varios directores por qué hacían cine. Yo contesté: ``Porque no sé cómo hacer otra cosa''. Esta fue la respuesta más corta y tal vez por ello alcanzó cierta notoriedad. Puedo entender a Fellini y a la mayoría de directores que construyen calles e incluso mares artificiales en el estudio, ya que de esta manera mucha gente no llega a ver cuán vergonzoso e insignificante es el trabajo de dirigir una película.
Como sucede a menudo, en el momento de filmar surge algo por un momento al menos capaz de disipar esta sensación de idiotez. Esta vez son cuatro jóvenes actrices francesas. En un lugar azaroso y con ropas inapropiadas, pretenden seguir instrucciones, tener a su lado compañeros de trabajo, y actúan en forma tan bella que todo se vuelve real. Dicen fragmentos de un diálogo, sonríen, se preocupan. En ese instante puedo entender la razón de todo esto.
* Texto tomado del libro Kieslowski on
Kieslowski editado por Danusia Stock. Faber & Faber, London,
1993.
Traducción: Carlos Bonfil