Cuando los economistas, especialmente los norteamericanos, se meten a políticos suelen lanzar estrepitosas y temibles doctrinas para quienes son ajenos a los grupos que representan con más o menos oscuridad.
Por ejemplo, Joseph A. Schumpeter postula que la democracia depende en lo fundamental de la modernización de la vida social; en consecuencia, en la medida en que un país atrasado, digámoslo así, logre promover su propio desarrollo capitalista, aumentar los ingresos y superar sus tradicionalismos, en esa misma medida, repito, será más y más democrático. Y por la misma razón países industrializados, avanzados a la manera de Estados Unidos, Japón, Francia, Alemania o Inglaterra, son sin duda colectividades obedientes de la voluntad popular.
Es decir, en tal teoría, por cierto abrazada por muchos políticos nuestros, del inmediato pasado y del presente, el llamado gobierno de las mayorías es sólo un mero efecto de la expansión de la riqueza por la vía de la explotación de la propiedad privada en mercados sin intervencionismo gubernamental alguno, y sujetos únicamente a las leyes de la oferta y la demanda que suelen activar las misteriosas manos negras descubiertas por el célebre Adam Smith, hacia 1776. En este simplificado escenario, los mexicanos estaremos en la posibilidad de consumar nuestros anhelos libertarios con sólo respetar la libre circulación de la riqueza.
Si tomamos con alguna seriedad esas sibilinas teorías economicistas, nos será relativamente fácil apreciar que dicha visión liberal, en ocasiones ha pavimentado con grandes dolores la marcha del país. Luego de que en la primera mitad de la centuria pasada, el militarismo santanista se mostró incapaz de vencer la monopolización inmobiliaria y del capital por parte de las élites existentes en aquella época, entre las que se contaba de manera señalada el clero católico, estalló la primera bomba aleccionadora.
La generación reformista con Miguel Lerdo de Tejada logró la aprobación de la ley de desamortización (1856), y tres años adelante, la de nacionalización, en la administración de Juárez. Aunque la mano muerta laica, garantizada por la institución del mayorazgo, fue intocada, la movilización de la riqueza eclesiástica terminó de una manera que los reformadores no esperaban: los compradores de los bienes vendidos fueron los hacendados y los grandes propietarios del patrimonio urbano, o sea que la oferta y la demanda que se suponía hasta cierto punto equilibradora, acrecentó por una parte la riqueza de los ricos, y empobreció a los pobres, y por otra condujo a la esperada democracia de 1857 hacia la dictadura tuxtepecana.
La enseñanza es nítida: a pesar de que sólo se afectó el tesoro clerical, el mercado acumuló los bienes en minorías que, apercibiéndose de la influencia de su nuevo poder económico, se infiltraron en el poder político con la finalidad de reproducirse con apoyo en el autoritarismo que Porfirio Díaz ejerció hasta 1911.
Pero las inversiones extranjeras reacomodaron la situación mexicana en un paradigma que les permitió absorber grandes utilidades; al efecto, adaptaron la actividad empresarial de las altas clases en torno a las necesidades económicas de las subsidiarias metropolitanas, induciendo paralelamente en el gobierno de Díaz el cambio que lo llevó del gobierno autoritario exigido por los latifundistas y negociantes del país, al autoritarismo subordinado a los círculos de inversiones foráneos. Las secuelas de la puesta en marcha del paradigma que insertó a México en el capitalismo internacional son conocidas de sobra: miserias sin fin en el campo, pobrezas cruentas en las ciudades, ignorancia e insalubridad generalizadas, atraso científico y tecnológico, descuidos imperdonables en la educación superior y en las disciplinas especializadas, así como una persistente propaganda individual y colectiva orientada a disfrazar la democracia falsificada del autoritarismo con la máscara monstruosa de una imaginaria democracia verdadera. La mentira política se adornó con máximos oropeles en unas Fiestas del Centenario que no ocultaron malgré tout la eclosión revolucionaria que al fin limitó y echó abajo las tiranías de Díaz y Huerta, aunque no pudo evitar, ni con la Constitución de 1917, las desviaciones que volvieron a dar vida al autoritarismo prevalente en nuestro tiempo.
México ha caído lentamente en el renglón de insumos de la contabilidad social del capitalismo trasnacional asentado políticamente en Washington, cuya fertilizada omnipotencia desde el derrumbe de la URSS adquiere día con día síntomas crecientemente alarmantes. Un ejemplo a la mano es la Ley Helms-Burton, cínicamente violatoria de la soberanía de las naciones y del Derecho de Gentes. En México se perciben con disgusto las presiones autoritarias de la Casa Blanca y del complicado juego de sus finanzas, aniquilantes entre otros aspectos del aparato empresarial vinculado con las demandas nacionales. La heteronomía material y política extranjera y el autoritarismo presidencialista que estimula, se hallan ahora ante la emergencia de una sociedad civil cada vez más alerta respecto de sus derechos humanos, soberanos y políticos.
Significará este innovador movimiento el límite del pueblo al avasallador autoritarismo que nos está asfixiando? Las incertidumbres que aún rodean las respuestas ciertas e indudables son las que alarman a la ciudadanía mexicana: estrujar el artículo 16 constitucional con el espionaje, sin duda no es un signo alentador, o sí?