Qué hacer ante un fenómeno tan complejo como la migración de mexicanos a Estados Unidos? No es fácil encontrar una respuesta acabada. Pero urge hacer algo distinto a lo que se viene haciendo, y que no ha atinado sino a hacer de la migración un problema más y más explosivo.
Aquí sólo es posible esbozar algunas alternativas basadas en un par de premisas elementales pero de gran trascendencia. La primera es que la migración no tiene por fuerza que convertirse en un problema. Por el contrario, puede convertirse y esto debiera ser la meta última en una fuente de enriquecimiento económico y cultural entre México y Estados Unidos. Y la segunda es que, al igual que el flujo de ideas o de capitales, la migración laboral es ya algo imparable. Es ya un componente firme de la llamada agenda de asuntos globales.
Si ello es así, entonces la alternativa no es la de acabar con la migración, como parece intentarse con la renovada política antiinmigrante de Estados Unidos. Más bien, las únicas alternativas viables tendrían que centrarse en cómo regular que no eliminar el fenómeno migratorio. Y, en lo esencial, se reducen a dos: o regulación conforme a los principios de la civilidad y la democracia (regulación democrática, sensata), o conforme a las libres fuerzas de la arbitrariedad y la represión (regulación antidemocrática, a la larga contraproducente).
Esta última, como hemos visto en artículos anteriores, es el tipo de regulación que está en curso, experimentando grandes zancadas en los últimos años (Operaciones Bloqueo, Salvaguarda, Guardián, Iniciativa 187, embriones de una frontera militarizada). Veamos, esta vez, algunos de los ingredientes y quehaceres propios de una regulación democrática, que es la alternativa requerida.
El consenso y no la coerción; el apego a normas jurídicas y no a desplantes unilaterales, son las divisas de la democracia. Del mismo modo en que el trato a los migrantes como seres humanos y como trabajadores, y no como artículos desechables ni como delincuentes, es lo mínimo que marca la civilidad.
Habría, entonces, que comenzar por regular el fenómeno migratorio conforme a los consensos ya plasmados en ordenamientos jurídicos de carácter internacional. Es notoriamente el caso de la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares, aprobada por la ONU en 1990. Ratificarla es aquí la tarea más elemental para el gobierno de México, y desde luego para el de Estados Unidos, que ni siquiera la ha firmado.
Enseguida habría que trabajar en consensos bilaterales para reglamentar las disposiciones de dicha Convención, en atención a las especificidades de la migración en el caso México-Estados Unidos. Y aquí lo central sería aterrizar en uno o varios acuerdos que, dentro o fuera del TLC, asimilan las enseñanzas del Convenio de Braceros instrumentado al calor de la segunda Guerra Mundial, en vez de seguir satanizándolo como ``la prueba de que los convenios migratorios no sirven''.
Sobra decir que la elaboración de acuerdos, así como la supervisión de su cumplimiento, tendrían que abrir una ancha puerta a la participación de la sociedad en ambos lados de la frontera, comenzando por los sectores más directamente involucrados en el fenómeno migratorio. De otro modo sería imposible la cristalización de principios democráticos como el de la toma de decisiones conforme a la opinión y en beneficio de la mayoría. Al efecto, parece ineludible la creación de una comisión binacional y a la vez multisectorial: trabajadores, empresarios, académicos, organizaciones a favor de los derechos humanos y, desde luego, agrupaciones de consumidores. Pues son éstos quienes, aparte de constituir un sector sin duda mayoritario, más resentirían cualquier declive en el trabajo de los inmigrantes.
En todo caso, deberían sentarse las bases para tratar a todo trabajador migratorio como tal, y no como un delincuente; estigma clave para lograr su sobreexplotación. Ciertamente, las ganancias empresariales se reducirían (que no eliminarían). Pero también de eso trata la democracia: de repartir pérdidas, y de hacerlo lo más parejo posible.
Y si tras un estudio objetivo de las necesidades de la economía estadunidense resultara un excedente de migrantes, entonces habría que buscar mecanismos, pero no represivos, para desalentar su migración. Al menos tres se antojan inevitables: 1) una campaña de información sobre el fin de Estados Unidos como ``la tierra de oportunidades para todos''; 2) la instauración en México de un modelo de desarrollo en verdad capaz de aumentar empleo y salarios; y 3) la reestructuración de las relaciones México-Estados Unidos de tal modo que comience a cerrrarse la brecha de desigualdades entre ambas naciones. Porque mientras persista esta brecha, siempre se reproducirán los factores tanto de atracción como de expulsión de migrantes.
Muchas otras cuestiones ayudarían a transitar de la actual regulación en rigor, manipulación arbitraria del fenómeno migratorio, a una regulación democrática. Lo importante es comenzar a hacerlo, antes de que estalle eso que, a punta de cegueras y autocensuras, de abusos y sumisiones, ya se ha convertido en todo un problema.
En principio, la reunión de los gobiernos de México, Centroamérica y el Caribe que se celebra en Puebla estos días, es una buena oportunidad para que, juntos, esos gobiernos pongan un alto a la regulación represiva impulsada por Estados Unidos. En cambio, dicha reunión será un desastre si termina por servir a ésta. Por muchas razones, el papel de México será determinante. Una vez más, aquí se evaluará la autenticidad del discurso sobre la unidad latinoamericana.