Toda persona se construye viviendo la propia Comedia, con paraíso, purgatorio e infierno. Los muertos que entran al paraíso de cada uno son aquéllos que, vivos, le permitieron vivir mejor. Por desgracia, mi personal paraíso acaba de recibir un nuevo huésped: Krzysztof Kieslowski.
Qué me dio a mí, y sospecho que a muchos más, este director de cine polaco que acaba de irse? La certeza de que existía en algún lado una voz, al mismo tiempo, personal y universal. La sensación de que, no obstante retrocesos, derrotas pequeñas, y grandes abjuras cotidianas, quedaba la posibilidad de seguir encantados frente a la vida y sus misterios. En la vulgar convivencia de las frivolidades y los fanatismos de nuestro tiempo, uno encontraba en Kieslowski los espacios precarios de algo tan inasible y tan real como la vida. Sin inútiles fuegos artificiales, sin énfasis innecesarios, sin oropeles escenográficos.
En medio de la chatarra hollywoodense, lanzada a la búsqueda de argumentos cada vez más risibles, en El Decálogo o en Tres colores, todavía circulaban seres humanos con problemas y sueños. Con miserias y asombrosas dignidades. No las caricaturas de caricaturas a las cuales nos hemos acostumbrado, en el cine y en otras partes. Esos signos de signos de signos al final de los cuales ya no hay seres humanos que alguna vez fueron reales, sino banales ingenierías del asombro industrializado.
Se respiraba en las películas de Kieslowski un aire de clasicismo, de economía de lenguaje y al mismo tiempo de profundidad de problemas y disyuntivas que nunca podían cortarse con algún afilado cuchillo ideológico. Pero aun en medio de problemas sin soluciones obvias, nunca sentí en el director polaco una tentación de repliegue hacia el cinismo; un regocijo estético hacia alguna forma de nihilismo.
Kieslowski no quería asombrar a los espectadores con soluciones técnicas sofisticadas ni buscaba su complicidad con esa especie de nihilismo esnobista que es el signo cultural de la actualidad. El ponía en la pantalla, con una rigurosa, me imagino complicadísima sencillez, historias de seres humanos que intentaban serlo al contacto con otros. Empresa que les resultaba, siempre, ardua.
A propósito de su trilogía Azul, Blanco y Rojo, metáfora de los ideales de la Revolución Francesa, Kieslowski decía preferir Rojo (la fraternidad), el único de los tres colores que subsistía, según él, en este fin de siglo. Y probablemente tenía razón.Ahora que Kieslowski se fue será más difícil ir al cine.