Por razones fáciles de comprender, el panteón de los grandes compositores es una cofradía básicamente europea, a la que con grandes esfuerzos pudieran tener acceso, quizá, algunos compositores originarios de América. Quienes están cabalmente ausentes de ese panteón son los compositores orientales, y los motivos de esta situación son claros; el más notable de estos motivos radica en el hecho de que las evidentes diferencias culturales entre oriente y occidente han sido convertidas en un verdadero abismo por los críticos, los historiadores de la cultura y los estudiosos de la estética. Este estado de cosas no ha ayudado nada a los compositores orientales ni a los públicos occidentales, y la incomprensión sigue siendo grande. Al morir hace unas semanas a la edad de 66 años, el compositor japonés Toru Takemitsu estaba colocado en la antesala de convertirse, probablemente, en el primer invitado oriental a esa cofradía europeizante de los compositores fundamentales; al menos, es indudable que por méritos propios Takemitsu se convirtió en el más importante compositor oriental de todos los tiempos, y en una figura indispensable en cualquier discurso relacionado con la música del siglo XX.
Nacido en Tokio, Takemitsu comenzó a estudiar música formalmente en 1948, bajo la guía de Yasuji Kiyose, aunque su entrenamiento fue básicamente autodidacta. Esta preparación asumida a nivel personal tuvo como consecuencia que Takemitsu se convirtiera, en sus años de madurez, en un compositor de vocación altamente experimental, en un intrépido explorador de mundos sonoros poco conocidos. Al paso del tiempo, Takemitsu se involucró con la música concreta, con la producción electrónica del sonido, con las combinaciones tímbricas poco ortodoxas, con nuevas técnicas de ejecución, con la notación gráfica, con la improvisación y el aleatorismo, y con la incorporación de elementos visuales al espacio-tiempo musical. Si bien hay quienes suponen que Takemitsu desarrolló su pensamiento musical basado estrictamente en elementos de la cultura oriental, específicamente la japonesa, lo cierto es que sus primeras etapas creativas es posible detectar la influencia del expresionismo alemán, del impresionismo francés, de la visión mística de Olivier Messiaen.
En un momento fundamental de su carrera, Toru Takemitsu se asoció con un grupo de compositores que estaban vivamente interesados en la música tradicional de Asia y de Japón. Con algunos de ellos fundó en 1951 el Taller Experimental, en el que se realizaron importantes exploraciones en el área de los medios mixtos; entre sus colaboradores más cercanos en este proyecto destacó la figura de Joji Yuasa. De este periodo de su actividad data el interés de Takemitsu en el empleo de instrumentos tradicionales, tanto los suyos propios (la biwa, el shakuhachi, el sho, los instrumentos del ensamble gagaku) como los ajenos (el bandoneón, por ejemplo). Como una consecuencia natural del tipo de trabajos que realizó en el Taller Experimental, Takemitsu colaboró en diversas sesiones músico-escénicas de inspiración conceptual al lado de John Cage. La experiencia adquirida en estos ámbitos le permitió realizar un interesante trabajo como director del Teatro del Espacio en el Pabellón de Acero de la Expo Osaka '70.
En la década de los sesentas, el nombre de Takemitsu comenzó a ser conocido en Europa y Estados Unidos y sus obras comenzaron a ser difundidas en occidente. En 1967 el compositor japonés compuso la obra Pasos de noviembre, para biwa, shakuhachi y orquesta, por encargo de la Filarmónica de Nueva York, orquesta que estrenó la pieza en el marco de la celebración de su aniversario 125. Casi desde los inicios de su carrera Toru Takemitsu estuvo involucrado de cerca con la creación de partituras para el cine, la radio y la televisión. En el ámbito fílmico, escribió música para cintas como Seppuku, La mujer en la duna, La cara de otro y Kwaidan, y entabló una buena relación de trabajo con el gran cineasta japonés Akira Kurosawa, quien le encargó música para sus películas Dodeskaden y Ran. En especial, la partitura de Ran, una soberbia adaptación de la historia del Rey Lear al ámbito del Japón feudal, es una de las músicas cinematográficas más notables de los últimos años.
Sobre la música de Takemitsu se ha dicho, entre otras cosas, que es una frágil poesía sonora que sugiere una sensibilidad específicamente japonesa. Otros han afirmado erróneamente que el prestigio de Takemitsu en occidente se debe a que fue el más occidental de los compositores orientales, cosa que es una afirmación absurda. Quienes han intentado occidentalizar a Takemitsu a la fuerza harían bien en leer su texto titulado ``Todo lo que puede ser medido con sonidos y silencio'', en el que el compositor hace una muy buena aproximación a su propio pensamiento musical. Vale la pena mencionar, para quienes no conocen la música de Takemitsu, que sus obras se caracterizan en general por una atención singular al timbre y a la textura y, de manera muy importante, por la utilización del silencio como parte consustancial del discurso sonoro.
Hace ya muchos años, Toru Takemitsu dio una definición muy suya del arte de la composición, en la que revela claramente su espíritu oriental. Decía Takemitsu: ``La composición consiste en dar su adecuado significado a las corrientes de sonidos que penetran el mundo que nos rodea''. Escuchar la música del gran compositor que fue Toru Takemitsu es, más que un homenaje póstumo, una buena manera de sumergirnos en esas corrientes sonoras y de intentar desentrañar ese significado.