Ayer se instaló el Congreso. Sus sesiones ordinarias están en curso. Y una de las promesas mayores, la posibilidad de pavimentar el terreno para la coexistencia de la pluralidad que cruza al país, sigue recubierta de enorme incertidumbre. Ayer, los partidos que se mantienen en la mesa de las negociaciones y la Secretaría de Gobernación anunciaron que en el mejor de los casos durante el periodo ordinario de sesiones se aprobarían los cambios constitucionales y luego, en un periodo extraordinario, las reformas legales.
Si el ambiente no estuviera tan crispado, tan profundamente electrizado, marcado por todo tipo de apuestas particulares y corto-placistas (es decir, si la vida no fuera vida) nadie en su sano juicio podría apostar con alevosía en contra de una reforma incluyente capaz de ofrecer un horizonte a la diversidad política que es, a querer o no, una de las notas que marcan al México de hoy y, presumiblemente, de mañana.
Y sin embargo esta nota, entre naif e hiperrealista, insiste en que la reforma consensuada e incluyente sigue siendo la mejor apuesta para todos. Es más, esa es la apuesta que debería forjar un amplio frente que tendría que cruzar todas las formaciones politicas porque lo otro parece conducir a un callejón sin salida.
A fuerza de observar el comportamiento errático de los partidos, de constatar sus oscilaciones y compromisos de corto plazo (de inercial cortísimo plazo), bien vale la pena volver a lo elemental que (desde mi punto de vista) es lo fundamental.
La reforma no es un capricho. La reforma es una necesidad. Necesidad del gobierno, los partidos y por derivación de los ciudadanos, y ya puestos en grandilocuente, del país. El gobierno la requiere para subrayar su legitimidad, para hacer del expediente electoral la fórmula ``mágica'' a través de la cual se ocupan los cargos de gobierno y legislativos, es decir, para darle la vuelta de manera definitiva a la página de las elecciones desgastantes y deslegitimadoras. Los partidos de oposición para contar con mejores fórmulas para entrar a la contienda (árbitros y disposiciones absolutamente imparciales y condiciones de la competencia más o menos equitativas), y el propio PRI para ganar sin osos lo que puede ganar y para perder, en buena lid, lo que debe perder. Y los ciudadanos para vivir en un ambiente democrático, que no es un sombrero de mago que todo lo resuelve, pero que sí puede hacer de la contienda política algo productivo, donde la mecánica del voto va colocando a cada quien en su lugar.
Ahora bien, eso que tiene el horroroso tufo de un catecismo democrático, esa gris necesidad tan ampulosa como una enciclopedia, es saboteada desde todos los flancos, en buena medida porque ni el gobierno ni los partidos son bloques homogéneos y disciplinados, y porque los intereses que cobijan unos y otros han encontrado nichos de reproducción en el actual estado de cosas.
Los usufructuarios de las viejas formas del quehacer político son por definición refractarios a una reforma que por sus propias cualidades tiende a convertirlos en un actor entre otros, algo inaceptable desde el viejo código integrista (donde eran todo). Y en las filas opositoras sigue gravitando con fuerza la añeja idea de que quien pacta, transa, es decir, una infravaloración de las virtudes de los pactos políticos a los cuales se les entiende como sinónimos de debilidad (en el mejor de los casos) o de capitulación (en el peor). Para no hablar de la perversa fórmula de vivir en la oposición sin asumir responsabilidad alguna, algo así como ser huésped del edén de las buenas conciencias.
Y sin embargo, la necesidad del acuerdo sigue ahí. Esa necesidad hay que subrayarla porque los espíritus guerreros aquellos que juegan retóricamente a la aniquilación del contrario siguen presentes y reproduciendose de manera ``natural'' y con un público que aplaude y festeja sus desplantes.
Frente a los intereses particulares que de manera inmanente portan los partidos, existe una necesidad nacional (uno se ruboriza ante el enunciado pero creo no deja de ser cierto) de construir cauces institucionales para la contienda y coexistencia de la diversidad que sólo los ciegos, los orates, y los autoritarios son incapaces de apreciar. Es decir, si como país no podemos (ni debemos) exorcizar a la diversidad, si no podemos lanzar al mar a los que no nos gustan, si somos incapaces de borrar a los ``otros'', si por más que se le haga la sociedad no podrá tener ni una sola voz ni un solo reclamo, entonces lo mejor es asumir y aceptar lo que se encuentra en curso, y ofrecerle un entramado institucional y normativo para que se exprese, reproduzca, conviva y compita.
Es decir, una reforma capaz de acreditar sin duda ni coartada alguna que quienes gobiernan y legislan lo son por voluntad de los electores. Algo tan elemental y fundamental, que puede ofrecerle al país un horizonte de estabilidad por varias décadas... pero ahora de nuevo cuño, es decir, democrática.