Julio Hernández López
Los gobernadores feudales

El virtual derribamiento de Rubén Figueroa Alcocer es, de entrada, y al menos en la superficie, positivo. Retirar del control de instrumentos de poder y represión a un enfermo es, desde luego, un hecho afortunado. En realidad, nunca debería estar en puestos de mando nadie cuyos desajustes personales afecten a una comunidad. En México, por desgracia, el sistema político dominante ha llevado frecuentemente al poder a personajes cuyas historias han sido construidas precisamente a partir de elementos de patológica sordidez. La degradación de ese sistema, y acaso su condición terminal, según algunos presuponen, pareciera mostrarse de manera clara en casos como el del citado Figueroa.

No hay, sin embargo, la cantidad y la calidad de elementos deseables como para poder pronunciar un pleno reconocimiento a la decisión política que llevó al empresario camionero a pedir licencia a su cargo de Chilpancingo. Y conforme pasan los días aparecen datos preocupantes que trastocan la aquiescencia original en una especie de frustración creciente. Según lo que se va conociendo, Figueroa negoció en condiciones altamente favorables la salida política que le permite garantizarse una permanencia sesgada en el poder, y al menos una atmósfera inicial proclive a la impunidad. Del sano juicio político y las razonables expectativas jurídicas que se derivaron de la caída de Figueroa, la opinión pública se topa hoy con datos y pistas que llevan a suponer que en realidad hubo una decisión política presidencial pervertida, deseosa de salvar lo salvable de un personaje político querido y protegido (Figueroa) aunque necesariamente en el camino de la catástrofe política, y que el manejo oficioso de las ideas de respeto a la ley y triunfo del derecho no es sino un simple parapeto para ocultar el verdadero deseo superior de disolver el asunto de Aguas Blancas y ahogarlo en la intrascendencia de los vericuetos legaloides tardados y mediatizantes.

Aún así, el de Figueroa no es ni el único caso ni el más dañino, aunque sí sea el más escandalosamente trágico. En efecto, la tragedia nacional pasa por el hecho de que casi todos los gobernadores actuales atentan contra la institucionalidad presuntamente a su cargo, usan el presupuesto y el aparato gubernamental para beneficio de sus camarillas, manipulan abiertamente a los poderes restantes y ofenden diaria, aplicadamente, a los ciudadanos de sus entidades con actitudes y hechos torpes y cínicos.

Esos nuevos gobernadores feudales han florecido gracias a tres circunstancias esenciales:a) El virtual abandono presidencial del ejercicio pleno del poder político, delegando u olvidando funciones que antaño permitían el contrapeso entre los excesos regionales y las fuerzas centrales. Ese virtual abandono ha sido disfrazado de nuevo federalismo y otras elaboraciones discursivas presuntamente modificantes del presidencialismo antidemocrático. Desde luego, es deseable y plausible la generación de una nueva forma presidencial de conducir la vida pública, pero lo que hoy estamos viviendo no es tal, sino en realidad un peligroso alejamiento presidencial del escenario de la realidad política para dejar que el rumbo sea decidido por una especie de ley del mercado político, en la que los poseedores del poder, como son los gobernadores, actúan de manera incivilizada, avasallando y atropellando impunemente.

b) Desde luego, los gobernadores panistas obedecen a un centro de poder distinto, pero en el caso de los priístas, es notable el desdibujamiento de la instancia de ajuste y corrección que podría ser el partido presuntamente en el poder, es decir, el PRI. Dependiente de una voluntad superior vacilante y esquiva, la presencial, el PRI ha sido un escenario ideal para que los gobernadores exploren las posibilidades de instalarse como señores absolutos en sus feudos. Con amenazas y presiones, distintos gobernadores han obligado al PRI nacional a aceptar los términos que han impuesto en las relaciones políticas de sus estados. No se trata solamente del tradicional control de los gobernadores sobre las estructuras locales del priísmo sino, en realidad, el sometimiento de la instancia nacional a caprichos locales y la obligación de que esa instancia aparezca como convalidadora de posturas regionales altamente cuestionadas como por ejemplo Guerrero, Tabasco, Puebla y San Luis Potosí.

Y c) La incapacidad de las fuerzas políticas y sociales afectadas por el neofeudalismo de los gobernadores para organizarse y presentar frentes amplios de defensa de sus intereses. Naufragantes en la confusión nacional, los movimientos y las corrientes estatales que podrían frenar los excesos de sus gobernadores se mantienen entre sí o a la distancia o con enfrentamientos, dando pie a que las posiciones del neofeudalismo avancen sin grandes obstáculos. Los partidos, en general, aparecen más preocupados por negociar sus espacios de poder y por los preparativos electorales de 1997 que por frenar esta nefasta tendencia caciquil de los gobernadores.

El sindicato de los gobernadores como se ha bautizado a esa mafia del poder allí está, actuante y provocativo, frente a una ausencia presidencial de pasión política, y una directiva nacional priísta arrinconada y menospreciada. El costo del avance democrático pasará sin lugar a dudas por ese terreno: entre más endurecidos y soberbios los gobernadores, más difícil y tardado será el cambio que la mayoría desea.