Ugo Pipitone
Flecos de guerra fría

Terminó la guerra fría? Obviamente sí. Una ideología política ha sido derrotada (el comunismo) y su principal brazo secular (la URSS), también. Libres de la pesadilla de la autodestrucción planetaria no hay, sin embargo, muchos motivos de regocijo. Ganó la guerra fría una tradición occidental-liberal que en años recientes ha parido un neoliberalismo que es la quintaesencia de la impotencia autocomplacida frente a problemas mundiales que siguen sin respuestas. Ganó un potencia mundial, Estados Unidos, que siempre ha tenido graves dificultades en entender aquello que ocurre fuera de sus fronteras y, en especial, los problemas del Tercer Mundo.

Con la guerra fría la humanidad se quitó de encima un problema pero le quedan muchos otros. Peor aún, quedan varios flecos de la misma guerra fría que muestran dificultades históricas que imponen mucha más sabiduría de aquella que disponemos en la actualidad. Dos ejemplos: Cuba y Taiwán.

Comencemos con Cuba. Resulta asombroso el espesor de los velos de la autocomplacencia estadunidense. Por alguna razón que tal vez pertenezca a la arrogancia de los imperios jóvenes, Estados Unidos sigue mostrando frente a Cuba una continuada incapacidad para asumir sus propias responsabilidades históricas. No es suficiente señalar que Cuba es un país con estructuras políticas autoritarias, que desde hace años miles y miles de cubanos intentan salir del país por todos los medios, que Fidel se ha convertido en una especie de patriarca inamovible. No es suficiente reconocer todo esto para hacer olvidar las responsabilidades históricas de Estados Unidos hacia Cuba. Desde el prolongado protectorado informal ejercido sobre la isla apenas después de la independencia, al apoyo a los regímenes dictatoriales de Machado o de Batista, desde el trato a Cuba como postríbulo y casa de juego a la invasión de Bahía de Cochinos.

Estados Unidos se ha comportado frente a Cuba de una manera que, si los países tuvieran conciencia, debería producirle, como mínimo, alguna vergenza. Japón ofreció sus disculpas a los chinos por las barbaridades de Manchukuo, y Alemania hizo lo mismo hacia los judíos por el holocausto nazi. Que yo sepa nada similar nunca ocurrió de parte de Estados Unidos hacia Cuba. Si esto hubiera ocurrido, Estados Unidos habría debido reconocer, en un simple acto de decencia nacional, que una parte no irrelevante de la radicalización autoritaria del regímen castrista dependió de la intolerancia, insensiblidad democrática y ceguera imperial de varios gobiernos estadunidenses desde fines del siglo pasado hasta la actualidad. Una mínima decencia histórica debería llevar a reconocer que décadas de antidemocracia en Cuba (condimentada con hambre, torturas y enriquecimientos escandalosos) fueron apoyadas por Estados Unidos, creando de esta manera las condiciones de aquella otra antidemocracia que vino después con un Fidel amarrado pies y manos a la ``cultura'' política soviética.

Pero Estados Unidos no lo entiende y sigue comportándose frente a Cuba como si este país fuera un enemigo mortal en lugar de ser aquello que es: el producto, en gran medida, de la ceguera histórica del propio Estados Unidos.

Y, cambiando de continente, en el Pacífico las cosas no van mucho mejor. La guerra fría corre aquí por cuenta de un país que después de la segunda guerra mundial se dividió en dos partes: Taiwán de un lado y la República Popular China del otro. Hoy Taiwán está a punto de declarar su plena independencia y China reacciona, de manera descompuesta, para recordar al mundo que Taiwán es un pedazo del Imperio Celeste. Y otra vez el orgullo nacional-imperial ciega la vista. No constituye ninguan casualidad que desde cuando China comenzó sus provocaciones militares contra la isla (otra isla y otro imperio, pero esta vez con colores ideológicos invertidos) las preferencias del electorado de Taiwán parecerían orientarse a favor de las propuestas políticas más claramente orientadas hacia la plena independencia de la isla.

Debe haber alguna razón que impide a los imperios entender. La arrogancia sin dudas, pero seguramente hay mucho más. Beijing parece no querer entender que la reunificación ya está en marcha. Que el camino es la creciente cooperación económica destinada a fortalecer intercambios no solo comerciales o financieros sino humanos, sociales y culturales entre el continente y la isla. Siguiendo el camino trazado desde hace una década en sus relaciones, no sería motivo de asombro que en algunas décadas más Taiwán volviera a ser una provincia de China, con algún régimen de autonomía especial.

Pero Li peng y los dirigentes chinos de la actualidad siguen siendo lo que son: mandarines modernos. En el 89, frente a los estudiantes, la receta fueron los tanques y las ejecuciones sumarias de los opositores. Frente a Taiwán, la receta es ahora la intimidación militar. Meter las ideas de diálogo y negociación en la cabeza de los mandarines no es nunca tarea fácil. La historia económica de China y Taiwán de las últimas décadas es historia del éxito económico asombroso (e interideológico) de un solo gran pueblo. La actitud de Beijing arriesga con crear un clima innecesario de tensiones que podrían amenazar la consolidación de estos dos éxitos y su convergencia política en el futuro.

No conozco ningún libro específico y por eso me atrevería a sugerir a los jóvenes historiadores un tema de investigación: la estupidez imperial y su recurrencia en la historia.