México ha sido tierra de arquitectos desde la época precolombina hasta el día de hoy. Casi todas nuestras ciudades y muchos de nuestros pueblos poseen edificios y monumentos notables, algunos de ellos en verdad grandiosos. Es sorprendente el número de esas construcciones y conjuntos urbanos, milagrosos supervivientes de las devastaciones del tiempo, las catástrofes naturales y, sobre todo, la incuria y la barbarie de los hombres. Admirable continuidad de tres milenios y no menos admirable variedad de estilos artísticos, técnicas de construcción y géneros religiosos, civiles y privados. En el periodo contemporáneo, a pesar de los desastres y de los graves errores de las tres últimas décadas, varios arquitectos de gran talento han enriquecido esta gran tradición mexicana. Algunos han merecido reconocimientos internacionales y apenas si debo recordar a Luis Barragán y a Pedro Ramírez Vázquez. Entre ellos, uno de los más destacados es Teodoro González de León. Las obras de González de León son numerosas y diversas edificios públicos y de apartamentos, museos, centros cívicos, plazas, jardines, residencias y están esparcidas en la ciudad de México, en provincia y en el extranjero. La arquitectura es un arte colectivo y algunas de estas obras han sido realizadas en colaboración con otros arquitectos, como Abraham Zabludovsky, pero la gran mayoría han sido concebidas por él únicamente y ejecutadas bajo su sola dirección.
Es imposible para un lego como yo hablar con autoridad de las técnicas arquitectónicas de Teodoro González de León. Sus construcciones me impresionan por la sobria elegancia de su diseño, la economía de sus líneas y la solidez armoniosa de sus volúmenes. Formas simples y bien plantadas sobre la tierra; no un arte clasicista sino un arte moderno inspirado en la lección de los clásicos: orden, medida, proporción. Voluntad de forma que nunca llega al desbordamiento y que con frecuencia alcanza la plenitud. Esos edificios ejercen sobre nosotros una doble influencia, física y moral: los ojos gozan y la mente se serena. Dije que la arquitectura de González de León me impresiona; la palabra es inexacta y debería haber dicho: me seduce. Ante ella siento la misma atracción, mitad afectiva y mitad racional, que experimento ante ciertas obras musicales y algunos poemas y cuadros. Es difícil definir la naturaleza de esta seducción; sin embargo, no creo equivocarme si digo que está hecha de la alianza de dos movimientos opuestos: la gravedad, esa fuerza invisible que ata las formas al suelo, y el ritmo que las aligera y nos da la ilusión de contemplar una danza inmóvil.
Formas para ser vividas y habitadas pero, asimismo, formas para ser vistas. Teodoro González de León no sólo es arquitecto sino pintor, como su maestro Le Corbusier. En sus pinturas y ensamblajes encuentro de nuevo la unión entre una inteligencia que ama la claridad y una sensibilidad que se complace con el juego rítmico de las líneas, los volúmenes y los colores. Precisión que no excluye sino invita al azar. Espacios que se despliegan como proposiciones geométricas, colores vivos y nítidos, pinturas que hacen pensar, a veces, en Juan Gris y, otras, en Fernand Léger. Apenas enunciadas, estas afinidades se disipan: no estamos ante una pintura-pintura, sino ante una pintura arquitectónica. Mejor dicho: ante la traducción, en dos dimensiones y sobre una superficie plana, del mundo tridimensional de la arquitectura. Más de una vez he oído a González de León lamentarse porque hoy no se cubren los edificios con una capa de encendida pintura, como era costumbre en la antigua Grecia, en la India y en Mesoamérica. No sé si tiene razón: el Palacio Nacional se ha escapado de un baño tricolor y la catedral de la púrpura cardenalicia. Tal vez se trata de una boutade: estoy seguro de que es mayor su lealtad a los materiales que su afición al color. La veracidad, me dijo alguna vez, es la virtud mayor de la arquitectura moderna. La construcción debe mostrar de qué está hecha: piedra, metal, madera. Lo más alejado de González de León es el barroco, sus tramoyas coloridas y sus incendios congelados.
La mención de Grecia y Mesoamérica me lleva a señalar un tercer aspecto de la personalidad de González de León: su afición a la historia del arte. Si no hubiese sido el artista que es, habría sido un notable crítico o un historiador de esta disciplina. Una afición inteligente y apasionada en la que, otra vez, me sorprende la interpenetración entre el entendimiento y la sensibilidad, el saber y el sentir. Vasos comunicantes: su arquitectura se nutre de su pintura y ambas de su pensamiento. Hay varias maneras de pensar y González de León piensa, sobre todo, en formas, volúmenes y ritmos. Sin embargo, es capaz de trasladar estas proporciones plásticas a proposiciones lógicas. Rara avis en nuestros días: un artista que piensa con claridad y hondura. Aplaudo su valor en tocar un asunto que a todos nos apasiona y nos duele: la situación de la ciudad de México. Aplaudo también su rigor racional. Su crítica ha sido incisiva y, por esto mismo, terapéutica. El tema lo requiere.
La arquitectura ha sido, desde mi adolescencia, una de mis grandes aficiones: he pasado muchas horas y muchos días visitando monumentos antiguos y modernos, lo mismo en México que en otras partes del mundo. En esas excursiones fatigué mis piernas, no mis ojos ni mi entendimiento: la arquitectura nos hace sentir y pensar el espacio, los espacios. Es materia vuelta forma y forma vuelta pensamiento. También es tiempo, historia. La arquitectura es una sabiduría.
* Prólogo escrito por el Nobel mexicano para el libro Retrato de arquitecto con ciudad de Teodoro González de León