La conducción económica de los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional ha sido un fracaso. Desde la crisis de inicios de los años 70, cuando no se quiso reconocer la naturaleza de los nuevos problemas mundiales y domésticos, hasta la catastrófica política económica que se aplica actualmente, el PRI no ha tenido un solo acierto básico.
Salvo el periodo del boom petrolero, cuando el barril de crudo tenía un precio internacional de más de 30 dólares, México no ha logrado un crecimiento económico importante y ha sufrido varias recesiones. Y aquella expansión terminó en un fracaso completo, es decir, en una caída vertical de la producción interna.
El PRI ha jugado al financiero y lo ha hecho muy mal. Ha desatado poderes incontrolados, ha implantado reglas impuestas por otros, ha hecho diagnósticos siempre equivocados.
Cuando se presentan las crisis una tras otra invariablemente se atribuyen a factores externos, a elementos incontrolables de procedencia foránea. Y, además, desde el gobierno siempre se dice que los reveses son temporales y que pronto, muy pronto, vendrá una recuperación, un nuevo progreso. Pero nunca se ha producido una autocrítica institucional, sino que el justificado repudio popular contra los ex presidentes se manipula para atribuir solamente al que ya no es las culpas de quienes todavía son.
Zedillo, Ortiz, Blanco, Mancera, Oñate y todos los demás son responsables de la crisis de diciembre de 1994, 1995 y lo que va de 1996. La recesión actual es producto de una política económica desastrosa, a tal punto que México es la primera gran catástrofe del neoliberalismo latinoamericano.
En realidad, al gobierno sólo se le han ocurrido tres cosas para encarar la crisis actual: cubrir los tesobonos con empréstitos externos, subsidiar las tremendas pérdidas bancarias y de otras ramas, y tratar de seguir con las privatizaciones. En las dos primeras medidas económicas, el gobierno ha perdido soberanía y dinero; con la tercera está dispuesto a seguir perdiendo capacidad soberana, pues quiere vender para conseguir dólares que se van a ir tan rápido como se estampen las firmas en los contratos de venta.
En este marco, el discurso de Ernesto Zedillo en Campeche suena hueco pero, sobre todo, falso.
El PRI no considera al petróleo como instrumento del desarrollo económico y social ni como factor de soberanía, sino exclusivamente como medio para obtener divisas que se quedan en manos extranjeras a través del pago de la deuda externa, cuyo monto es responsabilidad del PRI.
Cuando un país defiende su petróleo no se limita a los yacimientos, sino también a los procesos de transformación, los cuales son esenciales para el uso de los hidrocarburos. Pero desde el PRI, el petróleo se ve como la materia prima que se le arranca al subsuelo para venderse al exterior y producir las gasolinas de consumo interno. Este es un error de concepto; es una manera de desvincular al petróleo del desarrollo y de la forja del futuro.
La sobreexplotación de los yacimientos, mediante ritmos inadecuados de extracción, es producto de esa forma de ver al petróleo. Lo mismo puede decirse de la política de desatención a las zonas donde se produce el crudo y se realizan los procesos de transformación, así como de la agresión a la naturaleza.
Por qué el Estado no debe hacerse cargo de la petroquímica? La respuesta priísta es simple: la organización estatal debe centrarse en sus funciones normativas y en la redistribución del ingreso a través del gasto público.
Pero, por qué? Entonces se dice: la competencia entre empresas privadas es la única vía de la eficiencia y el progreso; la empresa pública es corrupta. Pero en México la corrupción no llegó de la empresa pública, sino que el gobierno la implantó en el sector paraestatal, el cual pasó a ser parte integrante del sistema patrimonialista del PRI. La empresa pública puede ser superior a la privada cuando se trata de grandes procesos y, especialmente, cuando se valora positivamente la responsabilidad social. Para ello se requieren Estado de derecho, democracia y fiscalización imparcial.
El PRI corrompió a las empresas de la nación y ahora quiere venderlas todas, las pocas que aún existen, con el argumento de la ineficacia y la corrupción. Nada de esto había en la banca estatizada y, sin embargo, ésta fue vendida íntegramente, luego de lo cual los nuevos banqueros demostraron una completa falta de eficacia. Ahora, una gran parte de la banca dejará de ser mexicana. Por este camino, los líderes del partido oficial deberían instar a sus connacionales a declararse ineptos para la conducción de la economía, y pedir a los extranjeros que se hagan cargo de la organización del país: de hecho ya lo están haciendo.
Ningún gobierno neoliberal europeo se ha propuesto, como lo ha hecho el mexicano, vender partes de la planta productiva y los servicios financieros a los extranjeros. Los más globalizantes de todos los globalizadores que hay en el mundo jamás han buscado transferir al capital foráneo los puestos de mando de la economía. Sólo el gobierno del PRI nos ofrece ese camino como medio de salvación, pero el presidente de la República se dice nacionalista. Tal vez esta contradicción tan evidente sea lo más irritante.
La consecuencia de todo lo anterior debería ser el relevo en el mando político. No puede ser que después de tantos fracasos, de tantas crisis y de una catástrofe como la que estamos viviendo, el partido en el poder siga tan campante. Que ese millón de nuevos desempleados sea poca cosa para el PRI sólo revela incapacidad de gobernar y un importamadrismo imperdonable. Que la reducción del nivel de vida de la mayoría se imponga en aras de la defensa del modelo económico de la especulación y la venta a los extranjeros no es más que una falta completa de probidad y patriotismo.
Por las evidencias, los fracasos del PRI ya no ameritan discusión, o casi.