José Woldenberg
Referéndum: virtudes y límites

Luego de reiterar el compromiso gubernamental de impulsar e intentar aprobar por consenso una reforma política del Estado, de reconocer que ``normas, instituciones y prácticas'' del pasado han sido ``rebasadas'', de trazar en términos generales algunas de las coordenadas de la reforma, el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, dijo que ``el presidente de la República [...] ha instruido a la Secretaría [...], para que dentro de la agenda de la reforma política del Estado se estudie la posibilidad de que la Constitución ennumere una serie de decisiones políticas fundamentales, que no podrán cambiarse ni siquiera por el Poder Constituyente Permanente, sino mediante el refrendo del pueblo''.

La declaración tiene importancia por lo que en sí misma significa (introducir al texto constitucional mecanismos de democracia directa) y porque se trata de una iniciativa que el Ejecutivo retoma de los planteamientos de no pocas agrupaciones sociales y partidos de oposición. Lo primero puede y debe servir para ampliar los cauces de la participación popular, y lo segundo debe leerse (me imagino) como un gesto para acreditar la voluntad gubernamental en el sentido de armar una reforma por la vía del consenso.

Pero dado que en el texto del secretario apenas se esboza el tema, es decir, que falta precisar sus espacios legales, geográficos, temáticos y por supuesto su carácter, vale la pena recordar que los referendos pueden ser constitucionales, legislativos o administrativos, dependiendo de la norma que se trata de aprobar o rechazar; nacionales o locales; y facultativos u obligatorios (es decir, si son sólo parte del procedimiento decisorio o sin son la última palabra), e incluso los hay constituyentes, aquellos en los que el pueblo vota por la aprobación o rechazo en bloque de una Constitución. (Tipología tomada de Gladio Gemma en el Diccionario de política de Bobbio y Matteucci, Siglo XXI.) No obstante, en todos los casos deben ser entendidos como un mecanismo adicional y excepcional dentro del funcionamiento de los sistemas democráticos representativos (no se han inventado otros).

Gemma recordaba (su texto es muy viejo 1976) que la ``ley de ejecución del referéndum'' en Italia no fue aprobada sino en 1970, veintidós años después de aprobada la Constitución que lo contemplaba, y que de 15 pedidos de referéndum abrogativos, sólo uno, el del divorcio, había logrado prosperar. Aunque, en contraposición, hace apenas dos o tres años en Italia se produjo un muy relevante referéndum que de hecho modificó buena parte del sistema electoral y político.

Lo cierto, sin embargo, es que como complemento a las fórmulas representativas el reférendum puede llegar a jugar un papel relevante multiplicando la participación y la legitimidad de la norma de que se trate. Esa es su cara generosa. Porque a fin de cuentas el referéndum es un recurso cuando en los ámbitos de la representación se forjan empates sin salida, y es menester acudir a la soberanía popular para que decida, como de hecho ocurrió en Italia en materia de divorcio. Sin embargo, hay que tener en cuenta sus límites e incluso sus peligros. Trato de explicarme, antes de que lluevan jitomates.

Dada la complejidad de una sociedad nacional, que impide que en todo momento todos decidan sobre todo, las fórmulas representativas resultan indispensables. Es decir, el pueblo-nación, el cuerpo electoral, los ciudadanos, o como usted guste llamarlos, tienen la necesidad de elegir una serie de representantes que se ocupan de manera permanente de legislar y gobernar a nombre de todos.

Esa necesidad genera por lo menos dos virtudes: los encargados del quehacer político se profesionalizan y logran un conocimiento en profundidad de los problemas, y sobre todo, los circuitos de representación tienden a convertirse en espacios para el intercambio de diagnósticos y propuestas y para su eventual conciliación y forja de acuerdos. Es decir, la necesidad de las fórmulas representativas genera activos políticos nada despreciables.

Cualquiera puede decirme y con razón que eso suena muy bien, pero que volteé a ver lo que sucede en nuestro país para ver si ello se cumple. Lo que pasa, sin embargo, es que en México apenas estamos construyendo un auténtico sistema de representación pluripartidista, y las virtudes enunciadas tienden a ir asociadas a esa ``condición''. Pero vale la pena no olvidarlo para no ilusionarse con el espejismo de fórmulas de democracia directa como sustitutivas de las representativas.

O para decirlo de otra manera, los circuitos de democracia representativa tienden a crear conductos para una discusión especializada y para procesar las diferentes voces e intereses que se expresan en relación al tema que se trate, con lo cual la resolución tiende a cargar con una mayor densidad. El referéndum, por el contrario, por definición, tiene que simplificar y construir dos bandos claros y excluyentes, lo que produce ganadores y perdedores en términos absolutos, con lo cual, en ocasiones los problemas pueden agudizarse y polarizarse. Como en alguna ocasión escribió Giovanni Sartori en relación al referéndum, ``no es un buen método de resolución de conflictos. Si se usa sin discernimiento es también un método de recalentamiento de los conflictos'', y ponía como ejemplo lo que sucedería con ``una minoría religiosa que fuera la perdedora en un problema que afecta a su propia libertad de culto'' (``Apatía, participación, referéndum'', Etcétera, 11 de febrero de 1993).

Esto último no debe leerse como un intento de descalificación al referéndum, sino sólo como la búsqueda por fijar sus posibilidades y virtudes, así como sus límites y peligros. Porque dado que no existen instrumentos políticos que no generen activos y costos, lo mejor es tener una idea de ellos para saberlos conjugar.