En aquella época de oscuridad, en donde las estrellas de rock eran portadas de disco o poster, pero nunca concierto, nuestro país con énfasis en la ciudad de México vivió escenas inolvidables que entonces provocaron pataletas coléricas, y hoy, gracias a que el tiempo tiene un emoliente que rebaja las asperezas, son recuerdos más bien tiernos. Cómo olvidar aquel concierto de Deep Purple en el estadio de la Ciudad de los Deportes, en donde toda la cabecera norte fue evacuada gracias a un incauto que encendió un cigarro de combustión aparatosa; y las partes medias y la cabecera sur, tuvieron que soplarse la intentona del Deep Purple apócrifo que cuando mucho venía de los altos de Mixcoac a cumplir con ese compromiso que la banda de la Gillan, evidentemente, ignoraba por completo.
Como los espacios amplios estaban vetados para los conciertos de rock, los más entusiastas empresarios hacían uso de cualquier hueco que les dejaran libre. Recordemos, a manera de ejercicio que nos ruborice, la presentación del Traffic trasquilado, que tocaba sin Steve Winwood, en un show nocturno que conducía Daniela Romo. Para evitar la presentación de bandas en estado detrítico, y también para eludir el motín definitivo de tanto fanático descorazonado, los conciertos de rock comenzaron a exhibirse en las salas cinematográficas. Entonces la actividad de asistir a un concierto, tan natural en muchos países, empezó a desarrollarse en ese cuarto oscuro que los hermanos Lumiére habían proyectado para otro tipo de actividades y desde luego para público con un perfil menos violento que el de aquellos asistentes que se acomodaban en la butaca de terciopelo, dispuestos a ver, a oír, a gritar y a fumarse los quince años de frustración musical que las autoridades les habían procurado.
De aquellas películas exhibidas, con sus rigurosos años de atraso, conviene rescatar el estreno del filme The Wall, que no era concierto, pero sí la única oportunidad de oír a Pink Floyd en formato colectivo. Los asistentes a ese estreno aciago, iban abastecidos para resistir dos meses en la granja Woodstock, tristemente resumidos en hora y media de imaginería en la oscuridad del cine Pecime. Al apagarse las luces, liberaron un aullido del tamaño de un estadio, que acabó por desesperar al tumulto que estaba afuera, en plena faena de echar abajo las puertas. El resto fue gritar durante toda la proyección de la cinta. Lo mismo sucedió con el estreno de la caricatura Heavy Metal en el viejo Auditorio Plaza y con la proyección de Gimme Shelter, en donde las imágenes de los Rolling Stones recibieron más gritos que sus personas en los conciertos de 1995. El envase de caguama que un bravo arrojó contra la pantalla, sirvió de punto final para aquella proyección histórica. El cácaro nos expulsó de la sala, igual que los granaderos nos habían expulsado de la cabecera norte de aquel estadio. Nuestros antecedentes en los conciertos de rock son con toda seguridad únicos en el planeta: quedaron marcados por el abuso de las autoridades, de los empresarios, y de la policía.Hace apenas unos años, algún funcionario con visión empresarial entendió que los conciertos de rock no eran nada más el campo de exterminio en donde los jóvenes soltaban las riendas de sus pasiones más inenarrables; alcanzó a ver que también podían ser un gran negocio. Entonces las autoridades decidieron aplicarle al rock la tasa de su mercado de valores, que debe decir algo así como: todo lo que deje dinero está bien, incluso cuando se trate de vender Petróleos Mexicanos. Y sin más trámites empezaron a existir los conciertos en México. Como es habitual en nuestro país, una sola compañía empezó a monopolizar el negocio. Se encargó de ponernos al día con toda la historia del rock, que había pasado por aquí nada más en sonidos y en imágenes. Asistimos boquiabiertos a conciertos ordenados, que no se suspendían, y que contaban con un asiento para cada quien.
Pero a unos cuantos años de la bonanza rockera, el tiempo, ahora sin emolientes que eliminen las asperezas, los precios altísimos y el final inevitable de la lista de bandas que nunca habían venido, empiezan a situar a los empresarios en una nueva encrucijada: han estado tan ocupados armando megaconciertos (que son, por cierto, los que más dinero dejan) que se les ha olvidado la elemental actividad de cultivar a las bandas medianas y chicas, que serán las estrellas de los megaconciertos del futuro. Qué mexicano en plenitud de facultades pagará otra vez el doble del precio oficial por ver a Billy Joel? o a Elton John? o a Sting? o a Bon Jovi? En donde están Green Day, Smashing Pumpkins, Oasis, Pearl Jam, Super Grass y demás bandas que constituyen la escena del rock contemporáneo?Los síntomas de lo que puede pasar son espeluznantes; en los últimos meses nos han visitado KC & the Sunshine Band, Eric Burdon y ahora se avecina, en destiempo perfecto, Zucchero el italiano. Podríamos preguntarnos, como ejercicio empresarial qué demonios significa AC/DC para un niño de 12 años, que será el asistente de los conciertos del futuro? La realidad se anuncia por todos lados: todavía, como en los viejos tiempos, llevamos varios años de atraso.
Observando la clase de estrellas que nos visitan y el precio desmedido que cuesta verlos, da la impresión de que los grandes empresarios de rock, montados en esa lesiva fugacidad sexenal, están tratando de sacarle hasta el último centavo al negocio, en vez de ponerse a construir una empresa para siempre. Pero eso, desde luego, es la pura impresión.
Regresaremos a invadir el territorio de los hermanos Lumiére? Nos echarán otra vez de la cabecera norte?.