Es sin duda La Merced; ubicado en el corazón del Centro Histórico, tuvo relevancia desde la época prehispánica. Se situaba entre dos de los cuatro calpullis o barrios de la ciudad mexica: Atzacoalco y Zoquipan. El nombre actual lo recibió del convento que fundaron en ese lugar los mercedarios, orden religiosa de carácter militar, que se estableció en la zona en el siglo XVI, erigiendo en el XVIII un fastuoso convento del que sólo nos queda un claustro impresionante, en estilo morisco, quizás el más bello de la ciudad.
En ese barrio de Zoquipan desembocaban, entre otros importantes canales, la Acequia Real, de la cual tenemos una evidencia en la calle de Corregidora. Allí se encontraba también el famoso desembarcadero de Roldán, en donde se desarrollaba una intensa actividad comercial, que en el virreinato alcanzó grandes dimensiones.
Estos hechos y su cercanía con el principal templo ceremonial, en donde se situaba el que llamamos Templo Mayor, llevan a pensar que el rumbo tenía desde entonces una relevante vida mercantil y es muy posible que haya sido asiento de destacados ``pochtecas'', que eran los comerciantes de alto rango que llegaron a tener un papel de gran importancia en la compleja sociedad mexica.
Es sabido que los gobernantes, de manera especial Ahiuzotl, los tenían en mucho aprecio y les hacían obsequios y homenajes, aunque por otro lado les prohibían que hicieran ostentación de su riqueza. Gozaban de privilegios semejantes a los que tenían los nobles; entre otras cosas podían poseer tierras, usar insignias y ropas de algodón y sandalias para ciertas ceremonias.
Se consideraban a la misma altura que los guerreros distinguidos por su valentía: cuando alguno moría en el camino no se le enterraba, sino que arreglaban su cuerpo con pintura y papeles, lo metían en una angarilla y lo colocaban hasta arriba de un monte, para que fuera al cielo donde moraba el sol, junto con los soldados que morían en combate y las mujeres fallecidas en parto.
Estos personajes cumplían importantes funciones; además de la comercial eran embajadores, espías, promotores culturales y, cuando se requería, guerreros, lo cual no era infrecuente; en sus largas travesías no faltaba quien quisiera asaltarlos y se sabe que muchos de ellos se distinguían por su valor.
La vida de estos mercaderes ocupa parte importante de la vasta obra de fray Bernardino de Sahagún y se conoce como ``Pochtecayotl'' (el arte de traficar), maravillosamente estudiada por don Angel María Garibay y su ilustre discípulo Miguel León Portilla. En ella nos enteramos de ``cómo comenzaron a ser tenidos por señores y honrados como tales'', ``de las ceremonias que hacían cuando partían'', ``de las que hacían cuando llegaban'', ``del modo que tenían de hacer banquetes'' y muchos capítulos más verdaderamente fascinantes.
Llama la atención conocer el refinamiento y pulcritud que guardaban en sus ceremonias. Cuando llegaban a su casa por la noche, se reunía toda la familia y el servicio y después de servir la ofrenda del dios, ``se da lavamano y lavaboca a la gente, luego se da de comer. Cuando se ha comido, otra vez se da lavamano y lavaboca y ya sale el tazón de cacao y luego se da tabaco, se fuma''.
De las provisiones que hacía un ``pochteca'' para la ceremonia de purificación nos dice Sahagún: ``preparaba maíz y frijol y grano de chía, en recipientes de palo; la van a necesitar todos, será ayuda para que no tengan sed. Compraba chile, en seguida los guajolotes, unas ochenta o cien piezas, luego compraba perros, que servían de soporte al guajolote al darlo de comer a la gente: abajo en la cazoleta de moles ponía el pedazo de perro y encima la carne del guajolote, luego adquiría cacao y tres o cuatro canoas de agua''. (Hay que recordar que los perros eran unos animales limpios, criados y engordados especialmente para ese fin; se dice que eran sabrosísimos).
Todo esto debe haber sucedido decenas de veces, en las casas de los mercaderes que habitaban en ese rumbo sabroso, que ahora llamamos La Merced. Tras la conquista, el barrio quedó fuera de la traza de los españoles, pero paulatinamente, por su importancia comercial entre otras cosas, se fue integrando a ella; hay que recordar que allí desembocaba la Acequia Real y el importante desembarcadero de Roldan que ya mencionamos.
Durante la época virreinal el barrio cobró gran relevancia, tanto comercial como social, cultural y religiosa. De ello aún nos quedan múltiples evidencias en espléndidas construcciones. Además de innumerables casonas de gran belleza, está la que fue la Casa del Diezmo y Alhóndiga, recientemente restaurada por el INAH; el mencionado claustro del convento de La Merced y varios de los templos más hermosos de toda la ciudad, como La Santísima, Jesús María, San José de Gracia, Loreto, Santa Teresa la Nueva, El Carmen, San Sebastián, La Palma y el diminuto Manzanares, del que hablaremos en otra crónica.
Cabe destacar que en la Guía completa del forastero mexicano de 1864, se señala a La Merced como ``residencial'' y se menciona que allí vivían: un regente del Imperio, tres miembros del Estado Mayor Presidencial, siete miembros de la Junta Superior de Gobierno, un ministro y dos subsecretarios. Los notarios también preferenciaban el rumbo, y diez de ellos tenían en este lugar sus casas, al igual que muchos profesionistas e intelectuales, entre los que se pueden citar 51 médicos y 111 abogados.
La iglesia no se quedaba atrás y la habitaban once prelados importantes, encabezados por el propio arzobispo primado.
Esa antigua grandeza está allí, en la actual Merced, esperando ser plenamente rescatada, pero por lo pronto se puede apreciar paseando por ella, avivando la imaginación y comiendo en alguno de sus estupendos restaurantes de comida libanesa, sea el Emir, el Edhen, el Líbano o el Andaluz, que por cierto ya se amplió; además de su linda casita del siglo XVII, ocupa la de junto, igualmente bella pero que además de patio y columna tiene un pozo original.