José Agustín Ortiz Pinchetti
Seremos la generación del protectorado?

Las declaraciones del secretario de la Defensa de Estados Unidos, William Perry, en el sentido de que los ejércitos de Estados Unidos y México ``realizarían maniobras militares conjuntas'', causó inquietud e irritación. Ver como ejemplos el editorial de La Jornada (17 de marzo) y los artículos de Sergio Aguayo (del 20) y de Lorenzo Meyer en Reforma (del 21).

Las declaraciones fueron desmentidas por Angel Gurría (secretario de Relaciones Exteriores) en el tono seco de la vieja y buena diplomacia mexicana.

Sin embargo ha subsistido la alarma: esta finta podría ser síntoma de la inquietud norteamericana por la frágil situación de México para ``justificar'' medidas intervencionistas ante un posible estallido social.

Me temo que se está cumpliendo el vaticinio que hizo Don Daniel Cosío Villegas en 1947 en el ensayo La crisis de México. En esencia Cosío afirmaba que si no se rectificaba el rumbo que iba tomando el sistema político autoritario del país, terminaríamos virtualmente como un protectorado de Estados Unidos.

Por qué México perdió el rumbo? Tomaré como ejemplo a mi propia generación, a los nacidos al filo de 1940 en la transición del cardenismo reformista al avilacamachismo conservador. Crecimos mientras la Revolución se institucionalizaba. Vivimos nuestros años juveniles y de establecimiento bajo la bóveda protectora de un partido hegemónico. La mayoría abrumadora de nosotros fue el producto de una estructura familiar social, religiosa, dogmática e intolerante. El autoritarismo público era en realidad un fiel reflejo de lo que se vivía en los hogares.

Los mexicanos de mi generación tuvimos que aceptar pragmáticamente como un hecho sólido e induscutible que el poder se podía alcanzar y retener ``a como diera lugar''. Eso explicaba los fraudes y las ventajas inícuas contra los partidos y grupos políticos que desafiaban a quienes gobernaban. Aunque estos hechos se generaron en la esfera política, fueron contaminando las demás áreas de la vida colectiva.

Cuando llegamos a la escuela profesional (hacia 1955), se vivía en la época clásica del sistema político. La de los últimos presidentes simpáticos que recordamos, los Adolfos, Ruiz Cortines y López Mateos. La figura presidencial estaba dotada de una mística de control. Todas las iniciativas políticas deberían ser autorizadas o al menos toleradas por el poder supremo. Este se encargaba de planear la vida pública casi a detalle. Los que desafiaban el esquema eran coptados, desarticulados y sólo si no había más remedio, reprimidos. La economía del país creció en esos tiempos casi al 7 por ciento anual, gracias a un programa muy conservador (el ``desarrollo estabilizador''). Hubo crecimiento, pero no desarrollo económico porque no se moderó la opulencia y la miseria, y no se creó un gran mercado de consumidores.

Al terminar la carrera, mi vocación política incipiente no encontró fácilmente acomodo. Me sentía muy cercano a las tesis de la Revolución Mexicana, pero no me gustaba el autoritarismo oficial. Así mi energía se desplazó a lograr la prosperidad privada a través de una profesión liberal.

Hacia 1960 el PRI reinaba sin oponente efectivo. Controlaba prácticamente todos los puestos clave políticos y administrativos del país. Sólo el PAN defendía el ideal maderista. El tiempo le daría rotundamente la razón a Gómez Morín y a Cosío Villegas. Sin democracia no podía haber prosperidad duradera.

El poder presidencial era capaz de coptar o aplastar cualquier iniciativa de cambio. Pero a partir de 1965 empezó a dar muestras de agotamiento. Las desigualdades económicas y sociales hicieron muy vulnerable el esquema. El gobierno requería enormes recursos para satisfacer las necesidades de una población pobre y en expansión demográfica. El ahorro interno era insuficiente y la recaudación fiscal raquítica.

A partir del gobierno de Díaz Ordaz se comenzó a echar mano del expediente del endeudamiento externo. En tiempos de Echeverría se rebasaron los límites de la prudencia. Enrique Krauze ha escrito recientemente que cuando Cosío Villegas supo que la deuda pública externa rebasaba 26 mil millones de dólares, comprendió que el destino del país estaba sellado. Con un brutal mexicanismo le dijo a Krauze: ``ya nos llevó la chingada''.

Por qué no demandamos el cambio cuando los desvíos, corruptelas y desastres empezaron a ser evidentes, monstruosos? Al menos por lo que toca a mi generación, la respuesta es relativamente sencilla. Teníamos que trabajar duramente pero el medio era bonancible. Conforme pasó el tiempo las ideas, principios, inquietudes de la juventud se fueron atenuando. Hoy, cuando hemos alcanzado la madurez, son rarísimas las gentes de mi edad que tienen una posición democrática, y aún menos aquellos que estamos trabajando por un cambio político dentro o fuera de los partidos.

En realidad una generación más joven, la siguiente a la nuestra, fue la que se rebeló contra el autoritarismo en el movimiento estudiantil de 1968. Pero casi todos sus líderes fueron absorbidos silenciosa y eficazmente por el sistema. Algunos de mis contemporáneos llegaron al poder al comenzar el sexenio de Miguel de la Madrid, pero mi generación no pudo afianzarse en el mando porque fue desplazada y rebasada por la joven tecnocracia capitaneada por Carlos Salinas de Gortari mucho más agresiva, dinámica y generadora de una propuesta de modernización, que conserva hasta hoy el poder.

El proyecto de estos jóvenes ``renovadores'' fracasó justamente porque se apoyó en los mismos conceptos autoritarios vigentes desde que la Revolución perdió el rumbo maderista y se convirtió en heredera y émula del porfiriato.

Yo, como muchos otros miembros de mi generación, soy producto del ``Sistema Mexicano'' y soy su beneficiario. No fue sino a partir de 1985, después de los desastres financieros, las devaluaciones y la inflación, cuando empezamos a cobrar conciencia de una realidad que no podía soslayarse, a tener la certeza de que si México no se democratizaba, los bienes y ventajas de que habíamos disfrutado muchos mexicanos de la clase media se pondrían en peligro. Tardíamente empezamos a entender que nuestros hijos no tendrían las ventajas que tuvimos nosotros en nuestro crecimiento.

Entonces empezamos a entender las palabras de Cosío Villegas escritas hace casi 50 años:''...México... pasa por una crisis gravísima. Su magnitud hace suponer que si se le ignora o se le aprecia complacientemente, si no se emprende en seguida el mejor esfuerzo para sacarlo de ella, nuestro país principiará a vagar sin rumbo, a la deriva... para concluir en confiar sus problemas mayores a la inspiración, la imitación y la sumisión a Estados Unidos. A la influencia norteamericana, ya de por sí avasalladora, se unirán la disimulada convicción de algunos, los francos intereses de otros, la indiferencia y el pesimismo de los demás, para hacer posible el proceso de sacrificio de la nacionalidad y lo que es más grave aún de la seguridad, el dominio y de la dicha que consigue quien ha labrado su propio destino''.