Emigrar a tierra ajena es una aventura casi siempre envuelta en pena y tragedia. Se deja lo amado y conocido para entrar a un mundo exraño y sin mayor aprecio por mujeres y hombres en búsqueda de una vida mejor. De ahí que el primer impulso que tenemos hacia quienes por necesidad parten a los Estados Unidos de América es de simpatía y compasión.
Con todo, el fenómeno de la migración tiene más heroicidad que desgracia. Como hijo de un pueblo bracero, Ixtlán de los Hervores, y después de emplear doce años de mi vida defendiendo inmigrantes en los Estados Unidos, llegué a una conclusión que dejó mal parado a mi ego de redentor, pero enalteció el ego patrio: la mejor defensa de los inmigrantes, con sin documentos, proviene de lo que ellas y ellos hacen por sí mismos, con ayuda de familiares y conocidos en ambos lados de la frontera.
A través de los años, los emigrantes han desarrollado una cultura de sobrevivencia y apoyo mutuo que les permite superar la zaña de coyotes, enganchadores, ladrones, criminales, ``migras'', capataces, patrones, rentistas, padrotes, gandallas, delatores, policías, aduaneros, racistas, políticos y candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. Me faltó alguien?La historia de cada emigrante es un drama, pero sobre todo, un recuento de habilidades personales y redes sociales superiores en su eficacia a los muros de acero y la legislación del Congreso Estadounidense.
De hecho, el mayor logro de México, en su dura y desventajosa relación con el vecino del Norte, es el triunfo que alcanzan sobre el empeño norteamericano de cerrar la frontera los miles de emigrantes que a diario la cruzan. Sólo por tal gesta merecen nuestro reconocimiento y aprecio; y una entusiasta ovación del respetable público desde Tijuana hasta la Selva Lacandona.
Lo anterior no significa que los emigrantes continúen pagando el enorme costo social de las erradas políticas estadounidenses. Más bien, exige un cambio significativo en la manera como sociedad y gobierno en México tratamos el problema de la migración.
Independientemente de lo que Estados Unidos haga, la política que México debe privilegiar es el conocer a fondo la cultura de sobrevivencia y superación del inmigrante, a fin de apoyar lo mucho que en ella existe de esfuerzo, creatividad y solidaridad.
Etrelazar esta cultura con medidas públicas y privadas en apoyo del emigrante multiplicará el impacto de los programas que para ese fin realizan el gobierno, organizaciones religiosas, sindicatos y grupos de derechos humanos.
Entre los planes estratégicos de acción con y para los emigrantes hay cuatro de especial relebvancia: 1) establecer una red nacional para difundir el conocimiento de derechos, documentar abusos y referir a centros de asistencia legal y humanitaria; 2) crear agrupaciones laborales para la organización nacional y binacional del trabajador y la trabajadora emigrante; 3) fomentar la participación de los emigrados en las organizaciones cívicas, filantrópicas y sociales norteamericanas; 4) ofrecer programas de incentivos fiscales y múltiples alternativas de aprovechamiento del dinero que ellos y ellas envían a México.
Gobierno y sociedad tenemos en la cultura del pueblo eigrante la fuente más promisoria para darnos una política migratoria digna y soberana. Por cada puerta que el gobierno estadounidense cierre al respecto y la esperanza, abramos juntos una, dos, mil más. Así cantan Los Tigres del Norte, y lo hacen con cadenciosa rima y razón.