La Jornada Semanal, 24 de marzo de 1996
Jaime Sabines ocupa en la poesía mexicana
contemporánea un sitio singular. Ni muy breve ni muy extensa,
su obra es un espacio donde se dan cita los poetas críticos y
los lectores informales, los espontáneos y los informados.
Sabines es una leyenda viva. Nacido en 1926, pertenece a la generación de Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Jaime García Terrés, Jorge Hernández Campos, Juan Soriano y Luis Villoro, para mencionar, mezclados, nombres de la poesía, la prosa narrativa, la pintura y la filosofía. La fortuna crítica y pública de Sabines, la atenta estima en que se tiene su obra hace llenar auditorios y agotar ediciones. En un país donde la tradición lírica popular y la tradición literaria ilustrada no siempre convergen, Jaime Sabines representa una confluencia, un delta, y sus poemas no sólo se encuentran obligadamente presentes en las antologías sino que, además, sobreviven en esa otra antología inmaterial que es la memoria colectiva, pues los suyos se recitan espontáneamente de corazón dentro pero sobre todo fuera de la asediada y celosa República Literaria.
Leyenda viva que cifra casi algunos arquetipos soterrados en la sensibilidad mexicana, la de Jaime Sabines se presenta como una obra que es un hecho público en una cultura configurada, muchas veces, o bien como una suma de sueños de salón y fantasías de caballete o bien como un desfile de imaginaciones institucionales, una parada de panoramas y paisajes calculadamente épicos. Sabines ha sabido ser un ciudadano sin ponerse el uniforme de ninguna burocracia ni academia, ser poeta sin renunciar a la prosa, salir a la calle sin renunciar al amor, amar sin perder el sentido del humor y sonreír, en fin, en el seno del más lúgubre duelo.
En la poesía de Jaime Sabines se acrisolan y jaspean varias tradiciones de una misma médula: la prosodia bíblica (en particular las de Isaías y Job en el Antiguo Testamento de Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera); la primavera de la poesía medieval y renacentista, de las cancioncillas anónimas a Jorge Manrique (con quien tiene deuda y parentesco elegiaco); el cancionero musical popular (el requiebro bohemio, la melodía subterránea de la trova, el bolero y el tango); el vocerío vanguardista de la poesía hispanoamericana y española modernas, con su algarabía sincopada, visceral y telúrica (de Pablo Neruda y Gabriela Mistral a MiguelHernández y Vicente Aleixandre, Oliverio Girondo, Efraín Huerta, pero sobre todo César Vallejo).
Estas cuerdas, desdobladas en sus graves y en sus agudos, en sus antiguos y en sus modernos, en sus arrabaleros y en sus alumbrados, han dado al poeta un instrumento flexible y capaz de resonar con la mayor limpieza y exactitud en la caja de una sensibilidad que respira con profundidad, es dueña de varios registros aunque en todos timbre la gravedad y la sencillez, una austeridad despojada que le tuerce el cuello al cisne para hacerlo cantar mejor y que lo hace desnudo, digno contemporáneo de la poesía de esta edad devastada. No por otra cosa Octavio Paz saluda en la poesía de Sabines un canto: una canción pero también una piedra labrada por el tiempo, un hecho de la tierra en el cual se funden la plegaria, el salmo, la blasfemia, la elegía, la letanía fúnebre, la canción de cuna, la meditación profana y siempre y en todas sus formas la música del sacrificio, la canción dolorosa pero feliz de la conciencia libremente inmolada.
A esta variedad de canciones corresponde desde luego un haz de teclados y registros, técnicas, procedimientos, aptitudes, destrezas. La musicalización de la agonía arranca de las variaciones obstinadas del amor y el erotismo y alcanza la orquestación en lento majestuoso del despertar estoico ante el teatro primitivo de la muerte. Todos estos elementos hacen de la poesía de Jaime Sabines un hecho insoslayable en la historia de la cultura mexicana, un espacio de contemplación y convivencia donde dialogan el infierno y el edén, la pinche piedra y el Dios adolorido. La obra de Sabines es a la vez un mito y un hecho cotidiano. Un almanaque de la soledad mexicana, que compartimos en la patria grande de toda la lengua.