La Jornada Semanal, 24 de marzo de 1996
Al husmear en la obra de Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez,
Chiapas, 25 de marzo de 1926), los fisgones de lupa intertextual, los
poetas de cuenta minuciosa, descubren asonancias machaconas,
arbitrariedades métricas, encabronamiento a ultranza,
sobredosis sentimental... A esto, sus incontables epígonos
oponen un rosario de virtudes: sinceridad, irreverencia, desenfado,
enemistad con la retórica. Pero la obra de Sabines rebasa estos
empeños taxonómicos: es un perfecto caldo sustancioso,
cocinado con los más diversos ingredientes. En un mismo poema
caben piedras, cigarros, una varita seca, un zapato. Caben sapos y
ángeles, prosaísmos punzantes, imágenes
despeinadas, frases duras y entrañables, desesperadas y
cínicas, que parecen salidas de la boca de todos. Versos largos
y cortos ocupan su lugar sin tropezarse, ligados por un mismo acento;
llegan endecasílabos irreprochables de la mano de otros
paticojos que reclaman su sitio en el puchero; vienen boleros
melancólicos entre palabras hostiles que muerden y devoran al
lector embelesado.
Para entender la obra de este poeta mayor de nuestra lengua, es de veras inútil colocar, en la balanza de los juicios concluyentes, su desaliño supuesto, de un lado, y del otro sus "puñetazos vitalistas"contra la realidad que, bien leídos, no son sino la expresión de un hombre que conoce el corazón de la angustia y lucha por afirmarse en la celebración de la embriaguez, el deseo, el ocio, la esperanza. Para Sabines, la escritura poética es incompatible con las ideas de pulimiento y esmero, porque entiende que la unidad de un poema no es de orden material. No hay gran poesía sin gran técnica, nos advierte, pero enseguida nos aclara que cualquier arte poética debe estar subordinada al arte de vivir.
A lo largo de su obra insiste en que el conocimiento le viene de quedarse quieto, de observar todas las cosas y dejarlas crecer en su interior hasta ser excedido por su peso. Entonces, todo lo que le sucede de un modo común y corriente vuelve a pasar en el poema con un ritmo lleno de sentido:
A la casa del día entran gentes y cosas,
yerbas de mal olor,
caballos desvelados, aires con música,
maniquíes iguales a muchachas...
Entra la danza. Entra el sol.
Un agente de seguros de vida
y un poeta.
Un policía.
Todos vamos a vendernos, Tarumba.
Enemiga del pensamiento analógico, la poesía de Sabines alcanza la vida en "esa recóndita sencillez de lo simultáneo". Esto no es como aquello; esto es esto, más esto, más esto... El poeta es mujer que viene del mandado, niño que va a la escuela con la libreta sin tarea, viajero que no puede abandonar la ciudad a la que llegó de paso. Odia con ternura. Se declara derrotado y al mismo tiempo enarbola el gozo como una protesta. Asume su ruina, afirma que todo es pesadumbre, pero vuelve "al pie del día" a redimirse "llevado de la mano de una madre estelar". Sabe que su oficio exige renunciar a la costumbre, que toda esclavitud lo desanima, y se pone a escribir los dictados de su época, consciente de servir a la poesía y al diablo.
Qué puedo hacer en este remolino
de imbéciles de buena voluntad?
Qué puedo hacer con inteligentes
podridos
y con dulces niñas que no quieren
hombres sino poesía?
[...]
Qué putas puedo hacer, Tarumba,
si no soy santo, ni héroe, ni bandido,
ni adorador del arte,
ni boticario,
ni rebelde?
Qué puedo hacer si puedo hacerlo todo
y no tengo ganas sino de mirar y mirar?
Este quedarse quieto propiciatorio nada tiene que ver con la pasividad: implica descender, esperar, crecer en el suspenso del silencio. Sabines desespera avanzando hacia el encuentro con lo cotidiano. Mientras, oye pasar al tiempo. De cara a la muerte, extrae del desencanto, de la orfandad y el desarraigo, el agua limpia de la vida. Pero no hay que engañarse: no es por desencantado por lo que Sabines ha resultado ser el poeta que es, sino por que ha insistido en penetrar el fondo de ese desencanto. Y aunque a veces se piensa que escribe abandonado al dolor, su poesía es un empeño incesante de darle carne a la esperanza.
Como pocos poetas, Sabines se ha propuesto ser fiel a sus hallazgos, que son los del peatón que camina con los ojos bien abiertos para no ser atropellado, los del hombre que es hijo, padre, marido, y trabaja como otro cualquiera, y ha sabido extraer de todo esto la crónica de un sueño apegado al mundo. Soñar y mirar son para él una misma cosa. "Como la sombra de los pájaros" pasan sus días. Tiene sueño de vivir. En su mundo doméstico, Dios, el alma, la muerte, poseen una concreción tan inmediata como la del pan, la cama, el cepillo de dientes: porque "sólo la vida existe". Le duele el alma como el estómago, se acuesta con ella hasta emputecerla. Sin leche, sin azúcar, sin frijoles, los muertos no pueden morir. Los enterrados trabajan en sus tumbas inventando lentamente sus desechos. La respiración de los bueyes, el temblor de las plantas y la velocidad de los arroyos son el vaho de Dios. Cuando el poeta se ha cansado de ir de un lado a otro, cuando declara imposible que un pez cante como un pájaro, llega la mano amiga de Dios, le tiende una toalla y le sonríe.
Y quién es ese Dios, tan terrenal? Uno adherido al ser de cada quien, más presente mientras más prueba su inexistencia. Un Dios que nada sabe de la muerte ni del más allá. Un Dios para tutearlo, para insultarlo por mentir, para oficiar con él en un altar de muertos, con dulces, retratos y aguardiente. Un vacío lleno de promesas, invocado y conjurado:
Por subterráneos andamos, buscándonos,
llamándonos,
igual que dos amigos perdidos.
Inextricable estás,
madeja de sombra, raíz obscura, obscura,
nido de sirenas
[...]
Dios, hermano, lo que no sé,
lo que no quiero, viejo porvenir.
Estoy desmantelado, aguardándote,
y siento tus pasos sobre mi pecho,
crujiendo como sobre un piso de maderas
podridas.
Vacío y viejo, y con miedo y con odio,
en mi soledad te acecha mi amor
para atraparte, vivo, como a un pájaro.
Enfrentada a las exigencias de la inmediatez, esta poesía lleva sus tensiones a un punto de máxima zozobra para reconciliarlas en reflexiones de una inteligencia originaria: "la vida es la sed y el agua". Sabines ha templado su instinto bárbaro con dosis oportunas de sabiduría y desconfianza. Su obra supera sus riesgos (que siempre han sido muchos y han causado verdaderos estropicios en su larga y fecunda producción) gracias a estas verdaderas intercesiones de humor y rigurosa ciencia: "Los borrachos que gritan no duran mucho."
En nuestros días, en México, no hay un poeta más conocido que Jaime Sabines (a pesar de que su obra, y es lástima, se lee muy parcialmente, en buena medida porque muchos de sus "seguidores" van al Recuento de poemas sólo a buscar los versos que ya se publican en los libros de texto, se reescriben de pronto en alguna barda, se citan en los bares y en las plazas: "Los amorosos callan..."). Y aunque sus poemas nos hablan a menudo de su aversión por la fama, huye de la figura del poeta que trama su creación desde el destierro, tiembla de veras al pensar que su oficio pudiera separarlo del resto de la tribu. A veces, se avergüenza hasta la médula de no estarse callado sólo por no tener "el pudor necesario del silencio". Escribe porque ya estaba dicho que había de comer su piedra "con el sudor del corazón", pero sabe que el amor, el dolor o el miedo apenas pueden decirse, que se comen como un pan. Si esta actitud es humildad, esa humildad le viene de una certeza: que lo verdaderamente extraordinario, "lo monstruosamente anormal es esta breve cosa que llamamos vida".