La Jornada Semanal, 24 de marzo de 1996


Endiosado y endemoniado

Eduardo Lizalde

Eduardo Lizalde, el imprescindible autor de Cada cosa es Babel, La zorra enferma, Tabernarios y eróticos y otros clásicos modernos de la poesía mexicana, vuelve a probar su sabiduría en materia de felinos al re/visitar la obra de Jaime Sabines, su hermano mayor, ese otro tigre imponente de nuestra selva poética.



Se ha mantenido Sabines en su ley desde hace casi cincuenta años. Ha sostenido la palabra. "Mi corazón sólo ama el riesgo" (Maltiempo). No escribe con el corazón, especialmente, sino con las entrañas. No hace poesía, sino vida, la hermosa y dolorosa vida a la que está entregado. Quiere escribir, pero le sale espuma, como al peruano, tal vez alguno de esos "cuatro o cinco nombres oscuros/ que sangran la poesía" (La señal, 1951).

Pero la poesía se le dio desde el principio, como una de esas bellas navajas de monte, con cachas de concha, aptas para mondar naranjas, penas, estrecheces, amores consumados y soñados, versos en bruto, palabrotas brillantes y áureos siglos españoles, calles, tugurios, milpas o tabernas.

La muerte anda en sus versos con frecuencia obsesiva, porque es enemigo íntimo tanto de Dios como del diablo, y porque ama la vida, el placer del amor, el de la carne y el vino, el del cigarro, que sólo a los mortales nos destruye:

Lo dice él mismo: "salen los poemas del útero del alma" (porque el alma es mujer, es femenina como el mundo en otras lenguas, ejemplo: la germana). Así se ha mantenido haciéndolos, viviéndolos, en asombrosa persistencia de su trazo sin tiempo, su verso intemporal, pese a su "Tiempo voraz e infame, pordiosero,/ devorador de insectos y de días..." (Devouring time, Shakespeare).

No es el poeta visceral, retórico, trágico y recompuesto para las prensas o la escena. Se nutre de la entraña, del útero del alma, el hoy muy célebre y reconocido y doliente poeta, al que se ha empeñado el cabrón diablo en fastidiar físicamente durante los últimos años. Parece que se adivinó metido en esas trapacerías de su Dios, a veces amistoso, en aquellos versos de hace más de treinta años:

La venceremos, Jaime, porque sólo la muerte es inmortal. Mueren los dioses, cómo no habríamos de morir nosotros! Y de qué escribiríamos si, en nuestras desmedidas ambiciones y nuestro amor por la hermosa vida, fuéramos de veras inmortales?

No lo somos, pero ya estuve en la celebración de tus sesenta (que ya cumplí hace mucho), y estaré, si el cabrón diablo y el buen dios me dieran vida, en tus noventa.

Ya había yo dicho, entonces, que Jaime Sabines estuvo treinta años esperando a sus lectores, que había estado esperando a que sus muchos lectores maduraran en serio para leer a fondo su admirable, su nada fácil obra de gran poeta. Ya se me hizo el homenaje, en una antología reciente del FCE (Tierra Firme, Antología Poética de Jaime Sabines, con un prólogo de tres páginas, firmado por Guadalupe Flores Liera), de citar esas frases sin mencionar mi nombre: "Alguien ha dicho que Jaime Sabines estuvo esperando a sus lectores...", etcétera. Vuelvo a decirlo, Jaime, los sigues esperando, aunque sean hoy muy numerosos, pero todavía mereces ser mejor leído.