Para hacer frente a los difíciles momentos que vive el país y potenciar las capacidades acumuladas y la riqueza humana que hay en la nación, es imprescindible la realización conjunta, por parte del gobierno, los partidos políticos, la ciudadanía y las organizaciones sociales, de una democratización del Estado y de la sociedad.
Los mexicanos hemos considerado a la democracia desde la Constitución de 1857 como una estructura jurídica, como un régimen político y como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. Las enseñanzas de los grandes movimientos de la historia nacional: la guerra de Independencia, la Reforma, la Revolución Mexicana y el proceso de modernización política que experimentamos desde 1968, nos dejan en claro la necesidad de avanzar en el camino de la democratización para que la modernización económica y la apertura e integranción al mundo no sean ni excluyentes ni mantengan rezagos y carencias ni atenten en contra de la soberanía y la integridad nacionales.
La democratización de la política y de la sociedad reclama la vigencia del Estado de derecho y del apego a la ley por parte de gobernantes y gobernados; la efectiva separación de poderes y el cumplimiento del pacto federal; la independencia de las organizaciones surgidas de la sociedad; la existencia y consolidación de la opinión pública; la presencia de actores políticos comprometidos con la generación de consensos y el establecimiento de acuerdos transparentes, públicos y constructivos; la existencia de garantías jurídicas y políticas en la competencia por acceder al poder y normas claras en la reglamentación de su distribución y ejercicio.
La construcción democrática no se constriñe al campo de lo político, por el contrario, la permanencia de la pobreza extrema, de la desigualdad social heredada, de la marginación y la discriminación de las comunidades indígenas y de los habitantes del campo, de la supervivencia de la arbitrariedad y la corrupción, y de la prevalencia de prácticas internacionales inequitativas, constituyen obstáculos poderosos para la vigencia de la ley, la existencia de la justicia y la consolidación de la democracia.
No podemos quedarnos con la idea de una democracia sin adjetivos ni entender a ésta como una mera democracia formal. Es cierto, los mexicanos, gobierno, partidos, organizaciones y ciudadanos debemos asumir una postura autocrítica en cuanto a nuestras actitudes, comportamientos, prácticas e instituciones, y es claro el reclamo porque el cambio político que se vive en México se inscriba en la tendencia democratizadora mundial.
Pero la democracia desprovista de justicia y equidad no florece ni es duradera. La igualdad formal de los desiguales en la realidad demanda la generación de condiciones para hacer posible efectivamente la igualdad de oportunidades, para que en los hechos, los individuos y los grupos sociales tengan la libertad real para elegir entre opciones. Sin el respeto y acatamiento de la ley por parte de todos y, en particular, sin el cumplimiento estricto de sus responsabilidades por parte de los servidores públicos y de quienes tienen a su cargo el mantenimiento del orden y la procuración e impartición de justicia y sin el compromiso con la legalidad de quienes disfrutan de una situación económica ventajosa, no es posible que los ciudadanos comunes puedan ejercer los derechos que les son legalmente reconocidos.
De manera semejante, sin políticas públicas que atiendan los desequilibrios sociales, económicos y geográficos prevalecientes, sin esfuerzos colectivos en los que los propios involucrados participen en la superación de sus problemas y en la atención de sus demandas, no habrá equidad en el punto de partida y coexistirán en los hechos ciudadanos de primera, segunda, tercera... La democracia requiere también de la justicia social.
Por otra parte, cuando el régimen democrático representativo no se alimenta de la participación cotidiana y sistemática de la ciudadanía y de las organizaciones sociales, y el campo de lo público es copado por los profesionales de la política, más allá de su ideología o filiación partidista como viene sucediendo crecientemente en los países industrializados, la democracia corre el riesgo de vaciarse de contenido.
Ante esta tendencia, cobra particular importancia el desarrollo de la conciencia social, el fomento de la educación cívica y la formación de una cultura política participativa y propositiva para fortalecer el peso de lo social en la vida de la comunidad política. Es necesaria la apertura y multiplicación de espacios de discusión y decisión sobre los asuntos públicos que interesan a la sociedad.
El deseo de ser sujetos activos en la toma de decisiones que afectan sus vidas se va extendiendo, alterando sustantivamente el contenido del gobierno representativo. Se cambia hacia una democracia participativa, en la que destacan formas de consulta ciudadana como el referéndum y el plebiscito.
La construcción democrática considera al pueblo como el sujeto que gobierna, porque es el depositario de la soberanía, y al Estado de derecho como el marco en el que se desarrolla esta soberanía popular y, al mismo tiempo, como el garante de la integridad, la independencia y la unidad nacionales. Soberanía popular y soberanía nacional marchan de la mano en la historia de los pueblos, particularmente de aquéllos que provenimos de experiencias de conquista y colonización que sufrimos el acoso económico. La democracia tampoco podría sobrevivir si declina la soberanía del Estado nacional, si perdemos la capacidad de autogobernarnos por imperativos geoestratégicos de las potencias.
Es necesario decidirse a la construcción de un orden político y social sustentado en valores y principios éticos, como la integridad, la dignidad, la congruencia, la verdad, para estar en condiciones de alcanzar los grandes propósitos de la convivencia social: la libertad, la justicia, la equidad, la independencia y la paz.