Un día, hace alrededor de tres semanas, los identificados por el gobierno como signos vitales de la economía (el comportamiento de la bolsa de valores, la demanda de divisas) mostraron signos especialmente preocupantes. Fue entonces convocada una reunión de urgencia en Los Pinos. De ella nada trascendió, pero dos o tres días después de aquella reunión urgente el vocero oficial de la Secretaría de Hacienda nos dio la buena nueva: durante el primer trimestre de 1996 el producto interno bruto descendería alrededor de 3 por ciento, adicional al 7 por ciento de decremento de 1995. Atrás quedaban los anuncios de las primeras semanas de 1995: la mejoría económica daría inicio en el segundo trimestre de ese año; después, primera rectificación: sería en el segundo semestre; posteriormente, segunda rectificación: en el primer semestre de 1996; más tarde, tercera rectificación: será en el segundo semestre de este año. Una agrupación patronal, de plano, no hace mucho expresó su desesperanza: no antes de 1998.
No es necesaria una gran perspicacia para despertar la sospecha: entre aquella reunión cuasi secreta del gabinete económico y el anuncio de que continuaríamos a bordo del tobogán, había una relación más o menos obvia: si los signos ``vitales'' amenazaban tormentas financieras e impactos inflacionarios, era necesario, según el gobierno, infligir un nuevo estrujón a la economía; la recesión continuaría.
Aunque el anuncio como siemprese dio como si la economía por algún arcano arte de birlibirloque por sí sola cayera, es claro para un segmento cada vez mayor de la sociedad que tales comportamientos del producto resultan de decisiones de la política económica.
No sobra señalar lo pueril de la creencia según la cual tales estrujones deliberados resultan de una suerte de oscura malignidad del gobierno: algunos críticos se expresan como si su propósito expreso fuera hacer el peor mal a la sociedad, especialmente a los más necesitados. Si, por ejemplo, de acuerdo a las propias estimaciones del gobierno, la espiral inflacionaria será superior al 50 por ciento anual y al mismo tiempo decide un aumento a los salarios nominales de sólo 25 por ciento, la pérdida del poder de compra de los salarios reales resulta, sin ninguna duda, de las decisiones del gobierno. Ello no obstante, su propósito real es detener la inflación (problema aparte y de otra índole es que el gobierno parece mostrar que ignora que la nuestra no es una inflación de demanda), y no que los asalariados mueran lo más pronto posible; el gobierno aspira a que la población comprenda que el costo de corto plazo promete mejorías sólidas y duraderas en el mediano y largo plazos. Su tesis es que en un ambiente inflacionario es imposible lograr inversiones y aumentos de productividad que redunden en el gradual aumento de los salarios reales.
El beneficio de la duda, sin embargo, no puede extenderse a lo largo de lustros porque pierde todo sentido la proposición de costos de corto plazo que se verán más que compensados por beneficios duraderos del largo plazo: llevamos ya no una década sino tres lustros perdidos.
Según nuestros panegiristas externos (Washington, FMI, OCDE, y otros) las medidas de control del gobierno mexicano sobre la economía, después del error de diciembre, han sido muy ``valientes'' y acertadas; en qué demonios estarán pensando!: la economía pasa por una de las más severas contracciones que haya experimentado; la cartera vencida aumenta velozmente por hora y tiene al borde del colapso a la banca nacional; la pobreza se acentúa por día; la inseguridad pública generada en gran parte por la pobreza misma es alarmante en grado sumo; el gobierno entra al rescate de la banca con montos que permitirían modernizar varias veces la petroquímica, que quiere liquidarse. Y la situación no tiene para cuándo: el gobierno debe pagar este año alrededor de 15 mil millones de dólares al exterior por intereses y otros pagos factoriales y, dado que sus reservas propias son cero y los créditos que puede conseguir son sumamente restringidos, tales pagos externos sólo pueden honrarse mediante la generación de un superávit comercial en la balanza de pagos o, lo que es lo mismo, manteniendo las importaciones restringidas y la economía, por tanto, en recesión continuada (reducidas o nulas importaciones de bienes de capital implican montos de inversión menguados, de los que deriva la recesión).
Está a la vista que no habrá crecimiento del ingreso nacional para mejorar las posibilidades de pago de los deudores de la banca y, por tanto, la situación probablemente empeore. Y lo hará no sólo por la falta de ingresos de las personas y las empresas, sino también porque se mantienen, como una de las ``valientes'' medidas referidas, altas de tasas de interés (ambas cosas, por supuesto, están relacionadas: altas tasas de interés se traducen en bajas tasas de inversión y, éstas, en contracción del ingreso nacional). Frente al crecimiento impío de la cartera vencida, el presidente ha dicho: no habrá ``borrón y cuenta nueva'', pues ello implicaría un ``política confiscatoria'' de dineros que no son del gobierno. El presidente estaría dispuesto a admitir, supongo, que el gigantesco ``esfuerzo fiscal'' con el que se ha apoyado a la banca, tampoco son recursos del gobierno.
De otra parte, no hace mucho Madariaga aseguró que según cálculos de la propia banca, cuando la tasa de interés rebasa el nivel de 35 por ciento, la pendiente de la curva de la cartera vencida comienza a elevarse con rapidez, mientras es el caso que por encima y muy por encima de ese nivel se le ha mantenido.
Todo pareciera un conjunto de absurdos cometidos por la incompetencia más miope. Y sin embargo, la explicación puede estar en otra parte; he aludido ya antes a ella en este espacio: existe una fractura profunda entre los esfuerzos por alcanzar el equilibrio macroeconómico en la economía mexicana, a fin de hacerla convergir con el comportamiento de precios, financiero y bursátil de la economía internacional, y las necesidades internas de todo tipo, tanto de las empresas como de las personas, tanto de la producción como del consumo internos. La globalización nos está imponiendo ese marco de políticas macroeconómicas totalmente adversas a la vida social y económica de la población, en la creencia de que de la convergencia de equilibrios derivarán automáticamente las condiciones de crecimiento y empleo que urgen a este país.
Se trata de una expectativa falsa de toda falsedad. Es urgente hacer entender a las grandes potencias y a los organismos internacionales de financiamiento que el país requiere vías capaces de conciliar la producción y el consumo interno, el crecimiento del bienestar y la educación, gradualmente, con esa convergencia ciertamente necesaria. Es indispensable, entre otras cosas, una nueva renegociación de la deuda externa, sin la cual no habrá recursos para el crecimiento. Nos es imperioso hablar en voz alta y utilizar nuestra gran arma: la gigantesca deuda externa, y desplegar toda nuestra imaginación nacional para sentar las bases de un patrón de crecimiento sostenido de largo plazo. Nos falta, sin crispamientos, aprender del pasado reciente: de esos tres lustros de devastación social.