Luis Linares Zapata
Renovaciones tardías

Si alguna cosa ha marcado al sistema establecido de poder en México es su negligencia para adoptar los cambios que la realidad ha puesto delante de su mirada y al alcance de una mano decidida que supiera conducirlos. Semejante a un temeroso y titubeante adolescente, el liderazgo encargado de la conducción ha preferido, en cada ocasión y casi de manera obscena, dilatar las decisiones que harían del mexicano un entramado susceptible de periódicos ajustes para su propia conveniencia y continuidad. El costo de tal hábito se ha salido de proporciones hasta alcanzar cifras desorbitadas que caen, una y otra vez, sobre las acostumbradas espaldas de los desahuciados y, como novedad, ahora también sobre las de las clases medias urbanas.

Ya en el 68, la rebelión juvenil estudiantil señalaba a Díaz Ordaz la inconveniencia de sostener una democracia ``formal'' conducida con rostro feroz por una presidencia intocable, autoritaria y todo poderosa, que negaba cualquier resquicio decisorio a la sociedad. Echeverría, en su alocada ignorancia y mediana estatura, no quiso oír los requiebros de un aparato productivo atascado que, más temprano que tarde, hizo necesario recurrir al endeudamiento externo para ofrecer al mundo la imagen de control y estabilidad pero que difícilmente ocultaba sus altibajos y desequilibrios. Antes de empezar a reconvertir la fábrica nacional, que ya no daba de sí, orientó sus andanzas interminables por los rumbos de una generación de nuevos líderes que nunca cuajó para, al final, dar palos de tuerto a diestra y siniestra del campo, las ciudades y el dólar.

Sólo la veleidad explica la ceguera de una inteligencia como la del presidente López Portillo ante la abundancia efímera que sus ``asesores'' Díaz Serrano y Oteyza le prometieron. Por ello pospuso los urgentes cambios electorales que su solitaria candidatura mostró como indispensables para renovar la confianza de los mexicanos en sus gobernantes y adoptar las medidas que homologaran el tiempo industrial del país con el de otras latitudes. Se rechazó la entrada al GATT, endeudó para siempre al país y redujo al PRI a su expresión de justificador de un modelo de gobierno con dolencias terminales. Un conjunto de dirigentes provincianos, intereses atrincherados de empresarios y sindicatos no atisbaron lo que sucedía en el mundo y se confinaron, de nueva cuenta, en su claustro obsoleto e incapaz. La crisis generalizada del 81, con la nacionalización bancaria como una tardía expresión del nacionalismo revolucionario, no trajo los arrestos de transformaciones que se pedían a gritos de pobreza. La ineficiencia se cuantificó en miles de millones de dólares de deuda y el juego equitativo de partidos guardó silencio en espera de otra oportunidad trás la fachada que Reyes Heroles le diseñó con maña.

Tocaría a un gobierno timorato y por demás cercado en sus capacidades y preparación (DLM), intentar reasumir el movimiento hacia una Transición Democrática que la sociedad había iniciado desde hacia dos o tres décadas. El desenlace fue la ruptura interna del PRI (FDN) antes de aceptar la disidencia y la participación de los ``olvidados''. El camino de ascenso al puesto público, abonado desde Echeverría con la proliferación de fideicomisos, fue una escalera para el rápido y consistente recambio de perfiles, ahora burocráticos, en el mando cupular. López Portillo prosiguió el empuje que condujo a los administradores públicos hacia la cumbre. De la Madrid sólo abrió más la puerta para que cupieran junto a Salinas, los egresados de Hacienda, Banco de México y otras escuelas de economía tan privadas como excluyentes.

En todo este largo peregrinar hay varias constantes que enlazan y hacen factible el arribo de grupos cada vez más reducidos, desapegados de las preocupaciones del pueblo y que dilatan y abandonan las transformaciones buscadas con su, por demás repetida como desviada, manera de diagnosticar el entorno. Sus lecturas reciben entonces estrambóticas determinaciones de rumbo, contenido y método en donde la fábrica nacional y la Transición Democrática han tropezado y vuelto a caer.

Para empezar, un partido por completo sometido a los veredictos tecnocráticos que le son ajenos, muchas veces hasta risibles y que lo meten en apuros ante el electorado. Por ello y en desquites crecientemente costosos (Madrazo en Tabasco y en 94 el autocalificado como ``inequitativo'' proceso que condujo a ``soltar'' crédito y consumo), el aparato intermediador (PRI) hace ``su agosto'' en periodos electivos y recoge, de pasada, unas cuantas curules, gubernaturas y presidencias municipales que vuelve a poner, con disciplina y ahínco inentendible, a las órdenes de sus inexpertos directores. No podía faltar una pieza clave del rompecabezas mediatizador: una clase empresarial cargada hacia el contratismo, ajena a la aventura constructora y obsequiosa en extremo con la línea en turno. A pesar de los quiebres habidos de cuando en vez, van renovando complicidades en su irrestricto apego, plagado de privilegios, a un PRI tambaleante y anquilosado al que se amoldan con cinismo notable y justifican en su modus operandi. Por último, pero de forma determinante, se localiza a un disciplinado ejército que no sólo mantiene inquebrantable su respaldo al estilo y dictados del presidente en turno, sino que ayuda a guardar, con más partidarismo que justo celo, las urnas trampeadas (88) y atemoriza a un congreso justificador del fraude. Llagamos a los días de marzo del 96 cargando una crisis manejada, de nueva cuenta, con cargo a la pobreza y el inveterado esfuerzo de una sociedad mexicana que resiste verdaderos vendavales de ineficiencia por parte de sus élites. A diferencia del pasado, donde había tela de donde cortar mientras se podía reparar la pieza dañada, ahora todo queda en entredicho, destartalado y sujeto a un golpeteo inmisericorde al que se responde implorando por tiempo. Unos dos o tres años y salimos solitos.

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