Más allá de los buenos propósitos y de las muy abundantes declaraciones que han acompañado el curso de la siguiente reforma electoral, convendría tomar providencias sobre los verdaderos escenarios que ya comienzan a despuntar para el futuro inmediato y que, por desgracia, están muy lejos de las sanas intenciones que se formularon en aquel mes de enero de 1995 cuando todo parecía coser y cantar. Hoy todo indica, por el contrario, que esa reforma no se producirá por consenso y que tampoco podrá gozar del carácter definitivo que quiso otorgarle el Presidente de la República. De la feria de las desconfianzas de la que hablaba Carpizo en 1994, hemos pasado ahora a la feria de las estrategias, en la que ya resulta prácticamente imposible que todos ganen.
La situación política y económica por la que está atravesando el país por no mencionar el angustioso deterioro social que está creciendo como la mala hierbaparece estar empujando a los principales actores políticos y sociales de México a formular cálculos increíblemente cortoplacistas, que conducen a tomar decisiones clave en función de lo que cada uno de ellos puede ganar en el plazo brevísimo de un año y medio: de aquí a las elecciones federales de 1997. De modo que las dificultades y las presiones políticas que antes solían concentrarse en el quinto año de cada sexenio, hoy se están desdoblando ya con la misma intensidad o aun peor, pues las expectativas de triunfo acumuladas por Acción Nacional y la palpable necesidad que tiene el PRD por consolidar su presencia como fuerza política puesta a salvo de sus propios vaivenes internos, agregan dosis inéditas de presión sobre nuestro muy frágil sistema político. Y a ello todavía hay que sumar la ausencia de liderazgos públicos fuertes, que suelen ser un buen antídoto frente a la incertidumbre que producen los cambios sin reglas.
Vivimos, pues, una especie de quinto año de gobierno, envuelto además por la ausencia de certidumbre sobre el modo de sustituir las reglas no escritas por normas jurídicas válidas, y rodeados por un ambiente de pluralidad que por ahora no se está traduciendo como el principio elemental de la democracia, sino como una de las causas más visibles del desorden político. Los partidos no están pensando en la sucesión presidencial del año 2000, ni mucho menos en la forma en que esa sucesión podría ocurrir en un entorno de estabilidad política garantizada por el Estado que no por el gobierno, sino que tienen la mirada puesta en los comicios del año próximo; es decir, en el juego inmediato y de suma cero que consiste en arrebatarle al otro lo que quiero conseguir para mí.
Podría ser de otra manera? Quisiera creer que sí, como dogma de fe. Pero todo apunta hacia el lado contrario: sería por lo menos absurdo pedirle a los partidos políticos que no piensen en términos de ganar mayores porciones de poder; tanto como insistir con los empresarios en que ya no traten de ganar más dinero, o a los intelectuales que vayan por la vida repitiendo lo que conviene al poder aunque no sea la verdad. Mientras Acción Nacional esté persuadido de que ganará la mayoría del Congreso e incluso acaricie la posibilidad de llevarse el triunfo en el DF, y mientras el PRD siga atrapado en la urgencia de definir su futuro tanto con el respaldo de los votos efectivamente contados, cuanto con un arreglo interior que convenza por igual a los duros y a los maduros, seguirá siendo cierto que ambos partidos pondrán condiciones cada vez más difíciles para apoyar la reforma. Y en lo que se refiere al PRI no es necesario agregar nada, pues lo que se juega en 1997 es su sobrevivencia como partido hegemónico y un poco más: el control del Ejecutivo por una Cámara de Diputados que no de Senadores dominada a carta cabal por partidos de oposición.
Vivir el quinto año de gobierno cuando apenas comienza el sexenio, atrapado además por la herencia de trampas y yerros que dejó Salinas, no es un buen punto de partida para resolver el futuro de largo plazo. Pero sí resulta una referencia indispensable para alejarnos de ilusiones sin fundamento: ceteris paribus, no habrá tal reforma electoral definitiva; la que se produzca, tendrá que lanzarla el PRI como cosa propia, contando acaso con el apoyo más que condicionado y quizá carísimo del PRD su nuevo socio en potencia, si es que López Obrador no dispone otra cosa; las elecciones serán por lo menos tan tensas como las de 1994; y habrá pasto de sobra para un periodo poselectoral verdaderamente terrible. Si no hay conciencia de todo esto, seguiremos jugando al burrito ciego.
Habiéndola, en cambio, al menos queda disponible la milagrosa salida presidencial: que sea Ernesto Zedillo el que ponga la mirada más allá de 1997, para producir una reforma cabalmente democrática, por medios autoritarios. No hay otra forma, en serio, de pegarle la cola al burro.