En casi dos décadas, México ha tenido más reformas políticas que cualquier país del continente. En 18 años se han producido cuatro grandes modificaciones constitucionales en esta materia y varios cambios en las leyes. Sin embargo, el problema no se ha resuelto, es decir, el país no cuenta con un sistema político que satisfaga en rasgos generales a los principales partidos y demás fuerzas organizadas.
La cuestión de fondo radica posiblemente en el tamaño de las tareas políticas nacionales. No se trata de realizar simples adecuaciones, ajustes o cambios superficiales, sino de construir un régimen político ampliamente reconocido como democrático.
Existen fórmulas generales admitidas como democráticas, tales como el respeto al voto; la igualdad legal de los contendientes; los controles sobre el gasto público; las libertades de comunicación social, asociación profesional y organización política; las consultas ciudadanas; el equilibrio e independencia de los poderes públicos; el funcionamiento legal, imparcial y profesional de los órganos de seguridad y justicia; la protección de los derechos de minorías y partes desiguales de la sociedad, entre otras más que existen en numerosos países.
La dificultad de alcanzar un sistema democrático no radica en saber en qué consisten los sistemas precisamente democráticos, sino en lograr que éstos sean admitidos en México como elementos de validez universal. El sistema político mexicano es tan tozudo, que se resiste a admitir esos valores democráticos, priorizando el control y la estabilidad del Estado, como si la democracia provocara por sí misma el desorden o la inoperancia de las instituciones.
En las actuales negociaciones entre varios partidos, bajo el cobijo y la convocatoria del gobierno federal, así como en el diálogo de San Andrés, en Chiapas, lo que predomina es el estira y afloja, el rodeo y el regateo. Por su lado, el gobierno no ha presentado a diferencia de los partidos de oposición una plataforma global, un programa sobre el tema de la democracia, y se limita a insistir en la necesidad de una reforma del Estado y a proponer, alguna vez, una u otra modificación aislada.
El Partido Acción Nacional, quien se encuentra por ahora al margen de las negociaciones sobre reforma electoral, no parece definir una estrategia para lograr los cambios que dice promover y da la impresión de no querer transformaciones legales, mientras el Partido de la Revolución Democrática, quien negocia con el PRI el tema electoral, amenaza a cada trance con retirarse del diálogo como medio de presión al gobierno.
En Chiapas, después de unos acuerdos generales sobre el tema indígena, los delegados del gobierno se han limitado a escuchar, como si no tuvieran ninguna propuesta sobre el tema de la democracia y las libertades.
Es verdad que la proximidad de los comicios de 1997 presiona para que la reforma electoral se produzca pronto, pero cualquiera que sea el contenido de ésta, no arrojará por sí misma el gran resultado de implantar en México un sistema político cabalmente democrático, pues se requiere para ello cambiar el funcionamiento de los poderes públicos y desarrollar las libertades; se necesita una reforma política general y profunda.
Es un engaño, por tanto, suponer que una reforma electoral, pretendidamente definitiva, agota la agenda nacional de la democracia política. Y es también falso que las grandes reformas se puedan hacer por partes pequeñas, pues la experiencia mexicana para no ir más lejos demuestra que es indispensable el cambio político global.