La ciudad de México es hoy una selva de concreto, acero y cristal, donde impera la ley del más fuerte, del más armado. La violencia domina las relaciones sociales, condiciona la vida cotidiana y se hace parte de la cultura urbana. Es la violencia de la disputa banal donde la fuerza reemplaza a la razón; del asalto a mano armada donde la vida está en juego por unos pocos devaluados pesos; de la ``aplicación de la ley'' por métodos autoritarios; de la corrupción desembozada de funcionarios, empresarios y ``guardianes del orden''. Los medios de comunicación de masas son, crecientemente, informadores de actos violentos y al mismo tiempo, sus reproductores; en la televisión, la violencia es el tema central de noticieros, series, películas y de programas infantiles.
Muchos creen que su origen es el crecimiento demográfico de la gran metrópoli; pero el campo mexicano, las aldeas y ciudades pequeñas y medianas también son sacudidas por la violencia, ejercida por caciques locales y autoridades; Guerrero y Chiapas son aterradores ejemplos. Para muchos, incluyendo a parte de las autoridades, se trata de un problema de ``orden público'' que hay que resolver mediante el uso de otra violencia de aparente signo contrario: la acción policial y la legislación represiva. Para nosotros, se trata de un grave problema social emanado de nuestras estructuras económicas, sociales, culturales y políticas, que hay que resolver mediante su transformación.
Dos décadas de crisis económica, desempleo masivo, caída violenta de los ingresos y empobrecimiento generalizado de los capitalinos han conducido a muchos al robo y la delincuencia para sobrevivir, y ante la continuidad de la situación, se convierten en forma de vida permanente.
La miseria y el hambre actúan como campo fértil para el crecimiento de estas formas asociales de sobrevivencia. Sobre esta base de fuerza de trabajo barata se construye la gran delincuencia, la del contrabando y el narcotráfico, cuyas cabezas se mueven en las altas esferas del dinero, que les da impunidad y cobertura. En las filas del hampa se enlista un número creciente de policías y ex policías, también en la pobreza, cuya peligrosidad es mayor por el entrenamiento, el armamento legal y la impunidad que concede el empleo; se han formado, además, en la cultura de la mordida, la gratificación, el autoritarismo y la corrupción que dominan la operación del aparato estatal. El autoritarismo como forma de ejercicio del poder, que supone violencia, forma parte de la ``cultura'' política; ahora, en la crisis terminal del régimen político de partido de Estado, su uso como medio de dominio se hace crimen político generalizado, individual o masivo, que llega a todos los niveles de la estructura: del activista o dirigente campesino ignorado, al candidato presidencial o el líder partidario, en la cúspide.
La ausencia de normas e instrumentos legales adecuados y suficientes para la defensa del ciudadano ante los demás, el Estado y la empresa, parte integral del régimen autoritario, se combina con la lentitud, inoperancia y corrupción del sistema policial y judicial, para colocarlo en una situación de indefensión y convertirlo en víctima fácil de la extorsión, la usura y la agresión; hasta las grandes empresas monopólicas financieras y de servicios aplican impunemente prácticas cercanas al atraco, sólo que con guante blanco. El imperio absoluto de la lógica de la mayor ganancia al menor costo, el valor social del enriquecimiento fácil y rápido, la ley del más fuerte en el mercado, la penalización de la ineficiencia económica como norma, el desmantelamiento, la solidaridad colectiva y la función pública del Estado, exacerbados por el capitalismo neoliberal salvaje aplicado en México, son soportes económicos e ideológicos de la violencia del capital y de los que lo poseen o quieren obtenerlo por cualquier camino. El laberinto de calles, cerradas y callejones de la inmensa ciudad, la vialidad saturada y la trama irracional de los medios de transporte, los embotellamientos continuos y generalizados de tránsito, el multitudinario deambular de los citadinos por las calles bloqueadas, la oscuridad y aislamiento de las colonias, son la estructura urbana afuncional donde la violencia encuentra el medio físico más adecuado para su despliegue. La vida cotidiana de los capitalinos (y de todos los mexicanos) se ha convertido en la lucha por sobrevivir en medio de la violencia cotidiana, sin que el encerrarnos en la celda de nuestros autos, casas u oficinas nos ponga a salvo de la agresión.
Por ello, la solución no está en leyes y consejos de seguridad pública, que violen los derechos ciudadanos al partir del absurdo criterio de que todos somos culpables mientras no probemos lo contrario, que introducen el sin sentido de la ``represión preventiva'', que dan poderes plenos, paraconstitucionales a funcionarios y policías involucradas con lo que dicen combatir, y que pueden ser usados como aparato de represión política antidemocrática. Lo que es necesario para combatir las causas de la violencia generalizada es una profunda reforma social (económica, política, cultural y urbana) que tenga como objetivos el desarrollo económico para todos, la justicia social real, el Estado de derecho socialmente consensado y aplicado, la democracia plena, la ciudadanía efectiva y la ciudad racional, habitable, solidaria, apropiada por todos como un derecho social y humano. Guardamos la esperanza de que la sociedad mexicana quiere y puede construirla.