Carlos Bonfil
Adiós a las Vegas

En Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas), séptimo largometraje del director británico Mike Figgis (Stormy monday, Sospecha mortal, Lección de vida), el guionista fracasado Ben Sanderson (Nicolas Cage), un alcohólico determinado a dejarse morir, conoce a Sera (Elisabeth Shue), una prostituta explotada y golpeada por Yuri, un padrote a su vez amenazado de muerte. La historia de amor que pronto se desarrolla entre Ben y Sera bien podría ser el pretexto ideal para una fábula hollywoodense de decadencia y redención en escenarios luminosos. Sin embargo, Figgis respeta el tono anticomplaciente de la novela homónima, semiautobiográfica, de John O'Brien, un escritor alcohólico que se suicidó dos semanas después de haber firmado el contrato para llevar su libro a la pantalla.

Lo primero que sorprende en esta cinta de Figgis es la ruptura del director con el lenguaje de sus obras más recientes, es decir, con la retórica sentimental y edificante de cintas como Mr. Jones, un ser irresistible, estelarizada por Richard Gere, o Lección de vida, nueva versión de la británica The Browning versión (Asquith, 51). En Adiós a Las Vegas hay una actualización de miradas fílmicas sobre el alcoholismo tan vigorosas como Días sin huella (The lost weekend, Billy Wilder, 45) o Días de vino y rosas (Blake Edwards, 62).

Mike Figgis relabora inteligentemente el tema de la pareja, aborda de nuevo el binomio impotencia sexual-alcoholismo, pero despojándolo de cualquier asomo de prédica moralista. Sin atravesar el limbo del arrepentimiento y de la culpa.

Ben Sanderson asume su deseo de consumirse en el alcohol, y así lo comunica a su amante Sera, quien acepta con lucidez esa actitud sin renunciar por su parte a la prostitución. Lejos de conducir el director a la pareja a un estado de degradación compartida y miserabilista al estilo de Barfly (Schroeder, 87), Adiós a Las Vegas propone una dialéctica de la pasión amorosa y el respeto a la diferencia muy poco común en el cine hollywoodense.Nicolas Cage ofrece una actuación formidable, al nivel de su creación de Sailor, el personaje de Salvaje de corazón (Lynch, 91).

Nervioso, espasmódico, buscando el momento de lucidez inalcanzable, siempre en estado de delirio insomne. Ese delirio es también el ritmo de la ciudad y el lado caricaturesco del encargado del motel donde se hospeda el escritor dipsómano. Una ciudad espectral y a la vez chillante una mezcla de Barton Fink (Coen, 91) y El tren del misterio (Jarmusch, 89). Los retratos de los dos protagonistas son impecables: Ben solitario en una calle de Las Vegas, sobre una banca, con una copa de vermouth en la mano; Ben colérico, demente, agrediendo a una mesera en un casino, vaciando las botellas de licor en el refrigerador, quemando su ropa, atiborrando de botellas su maleta. A lado suyo a una altura semejante, una actriz sorprendente, Elisabeth Shue, quien abandona su prototipo de niña bien norteamericana (Cocktail, Karate Kid) para alcanzar un tono justo en un papel extremadamente difícil. Desafiante, frente al guarura de un casino que desea echarla a la calle; angustiada y vigorosa en la escena brutal en que es violada por tres adolescentes.

Relata la actriz: ``Cuando ensayamos la escena la situación pareció rebasarnos. Temí que la gente en el set estuviera disfrutando la escena y que a los jóvenes les excitara realmente lo que hacían, lo cual era posible''.

Una de las secuencias mejor logradas: la prostituta Sera reanimando sexualmente al amante moribundo. Los grados de intensidad y contención dramáticas que los actores alcanzan en esta cinta ponen de manifiesto paralelamente, y por contraste, cierta obviedad en los diálogos, una manera de recalcar con palabras lo que la elocuencia gestual deja bastante claro. La pista sonora, en un inicio sugerente en su atinada recreación de atmósferas, se vuelve recurso mecánico y redundante.

Es claro sin embargo que de esta película el espectador retiene primordialmente la brillantez de las actuaciones y la audacia del director británico que en Los Angeles y Las Vegas reproduce sin concesiones para la buena conciencia norteamericana el relato de reivindicación erótica y existencial de dos seres marginados.