Un sacerdote, un ministro de Dios, debe estar con los verdugos o con los mártires? Debe permanecer fiel a su país aunque lo conduzca una banda de asesinos? Esto ocurrió en algún lugar de Francia durante la ocupación nazi: un camión militar traslada a once franceses al cementerio donde habrán de fusilarlos. De esa pequeña troupe de condenados cinco, quizá seis, realmente han hecho algo para ello: una octavilla furiosa contra la ocupación o participar en citas clandestinas. Los otros no han hecho nada. Entre los últimos se encuentra un joven de 17 años muerto de miedo. Un capellán dispuesto por los nazis acompaña al grupo. ``No he hecho nada'' dice el muchacho. ``Sí" contesta el capellán, ``pero eso ya no importa. Tienes que prepararte a morir bien... Soy tu amigo y puede que te entienda. Pero es tarde. Estaré a tu lado y Dios también. Será fácil, ya verás''. La mañana es oscura y cuando se distrae el sacerdote alemán el joven salta del camión. Sin dudarlo, el capellán alerta a los soldados que van en la cabina delantera. No cuesta imaginar el fin de la historia, pero cuesta entender la elección del ministro por su cruda claridad: le pareció natural que su fe sirviera a su país; que su Dios estuviera al servicio de los asesinos. Esta historia la rescató Albert Camus hace más de 50 años, en el número 3 de los Cahiers de Liberación.
Camus escribió entre 1943 y 1944 cuatro cartas redactadas y publicadas en la clandestinidad que se proponían ``esclarecer un poco el ciego combate en que estábamos embarcados''. Tusquets publicó hace unos meses estas cartas que originalmente aparecieron en Revue Libre y Cahiers de Libération. Las Cartas a un amigo alemán se publicaron en Francia, como volumen, en una tirada restringida tras la liberación. Aparecieron por primera vez en otra lengua, el italiano, en 1948. En esa última edición Camus explica por qué se había opuesto a difundir ese material en el extranjero: al ser escritos coyunturales ``podrían'' translucir ``un tono de injusticia''; injusticia con el pueblo alemán. Por eso aclara que cuando utiliza el término ``ustedes'', en el pequeño prólogo a la edición italiana, ``no quiere decir 'ustedes, los alemanes' sino 'ustedes los nazis' ". Y cuando dice ``nosotros'' no siempre significa ``nosotros, los franceses'' sino ``nosotros, los europeos libres''. Es claro que no pretende enfrentar dos naciones, sino, como apunta, dos ``actitudes''. De ellas aborrece, naturalmente, la de los verdugos.
A más de 50 años de la última guerra mundial enfrentamos asuntos similares a los que entonces preocuparon a Camus: la estupidez del uso de la violencia y la necesidad del diálogo; el racismo, los fundamentalismos religiosos y los nacionalismos; la eficacia como valor político y la moral en la política. Es conocido que Camus fue autor de una literatura perdurable y de un novela esencial: El extranjero. También que rehuyó de la pureza del arte estéril y que prefirió, como Goethe, la literatura de ``circunstancias''. Pero debemos agradecerle algo no menos significativo: su actitud moral. A diferencia de algunos de sus contemporáneos que se ampararon en la cómoda sentencia de ``el fin justifica los medios'', Camus, el incesante rebelde, no lo hizo. En Cartas a un amigo alemán su postura es clara al respecto: ``hay medios que no se justifican. Y me gustaría poder amar a mi país sin dejar de amar a la justicia. No deseo para él cualquier tipo de grandeza, y menos todavía la de la sangre y la mentira''. Detestó y combatió, como pudo, las inercias de las políticas mafiosas, la violencia, cualquier acto que, como escribe, mutilara al hombre.
Esta actitud moral de Camus puede verse, también nitidamente, en otro de sus escritos, pero éste de la postguerra. En 1946 la Universidad de Columbia lo invitó a dar una conferencia sobre literatura y teatro franceses. Camus aceptó, pero durante su travesía por el Atlántico decidió cambiar el tema de su charla: La llamó ``La crisis del hombre''. La Nouvelle Revue Francaise publicó en su entrega de enero este texto inédito en el que Camus continúa las reflexiones de sus Cartas a un amigo alemán. La solidez de sus juicios sobre la crisis del hombre es tal que éstos no han perdido vigencia. Bien pueden servirnos para entender, por ejemplo, el significado cabal de actos de barbarie como el perpetrado en Aguas Blancas. Si gracias al valor y al profesionalismo de Ricardo Rocha la sociedad mexicana logró al fin documentarse sobre la sanguinaria ejecución de 17 campesinos en Aguas Blancas, la lectura de la conferencia de Camus puede explicarnos, como escribí antes, su sentido profundo: hay crisis del hombre, dice Camus, si la muerte o la tortura de un ser humano, en cualquier parte del mundo, puede contemplarse con indiferencia, sin horror, sin vergenza; si el dolor de un hombre se acepta como una tarea fastidiosa, similar a la de hacer fila para conseguir algún alimento básico. Pero la terrible actualidad de la conferencia de Camus no se reduce a lo anterior: la política se sigue planteando, muchas veces, como catecismo (``así con las cosas, así los políticos profesionales'') olvidando su función central de mantener la casa en orden; persiste la tendencia del culto a la eficacia donde los fines justifican los medios y la burocracia no ha dejado de ensanchar, en silencio, su espacio entre un hombre y otro hombre.
Qué habría pensado Albert Camus sobre las ejecuciones de Aguas Blancas? Qué sobre el panegírico a Goebbels, uno de los hombres clave del régimen nazi, publicado en una revista universitaria como Casa del Tiempo? Qué del singular concepto panista de la libertad que sirve a sus militantes para censurar conferencias privadas, prohibir minifaldas y lecturas de poemas de Xavier Villaurrutia? Nunca lo sabremos. Podemos, eso sí, denunciar, como escribe en sus Cartas a un amigo alemán, lo que ``no es justo'', apostar por la inteligencia, luchar contra la ``atroz miseria'', combatir la violencia que mutila al espíritu del hombre y que a veces resulta irreversible. Y leer, por supuesto, las reflexiones políticas de Camus para entender esos momentos de penuria que vislumbró entre la guerra y que, por desgracia, no hemos podido extirpar.