A los escritores nos da por recortar notas de un periódico y guardarlas entre las páginas de algún libro. O recoger un párrafo de este autor, un poema de aquel poeta, una anécdota anónima y, con acierto, clasificar y presentar los fragmentos hasta formar con ellos un libro, según hizo Auden, y llegar tan lejos como considerar dicho libro una autobiografía. Bueno, tal vez tantas piezas sueltas y hasta ajenas de hecho resulten en un retrato de quien las posee, y quizás la clave esté sencillamente en saber armarlas. Pero si esto es así en realidad, los escritores deberíamos tener cuidado con qué recortamos y guardamos, qué anotamos y subrayamos; es decir, qué queremos que se conozca de nuestra intimidad y qué queremos que se oculte. Otra ilusión es que a partir de los recortes un día vamos a escribir un cuento, o una novela. A veces incluso lo hacemos; sin embargo, la realidad es que son más las ideas recogidas que el tiempo para desarrollarlas, aun en el más longevo y vigoroso de los casos.
Cuando estos recortes se me acumulan, me da por meterlos en una carpeta a la que titulo Lecturas de Venecia si, por cierto, fue ahí en donde las recogí, y a la que pongo fecha para ayudar todavía más a la memoria, Primavera del 86. De tanto en tanto ojeo estas carpetas y me estremezco, pues con una frecuencia no poco alarmante veo que lo que contienen en su mayoría son historias de crímenes atroces, o la de una madre que se da a la búsqueda de un hijo al que 20 años atrás, debido a que ella estaba presa, había tenido que dar en adopción, y que al encontrar que el hijo ha muerto investiga, contra la ley que establece conservar dichos destinos en secreto, y averigua que, contrario a lo que a ella le habían informado, el hijo no murió de peritonitis sino a causa de los golpes que recibió por parte de su madre adoptiva.
No digo que yo no recorte nada que se refiera a otros temas, pues de igual modo tengo colección de crónicas de la muerte de ciertos escritores; o artículos sobre cómo escribir un cuento o sobre la métrica inglesa; y poseo un buen cúmulo de anuncios de editoriales que solicitan manuscritos de cualquier género y en cualquier idioma para publicarlos. Es como si en mis recortes, bueno, en algunos de ellos, pusiera yo mis esperanzas, porque contuvieran no sólo temas para socorrerme en un momento de sequía, sino soluciones para tratarlos; qué hacer con ellos una vez debidamente desarrollados.
La cosa es que la otra tarde, presa de una melancolía ni extraña en mí ni inusualmente intensa, tomé mi edición de la Spoonriver Anthology y al repasar los epitafios en que consiste encontré, doblado entre las páginas 88 y 89, un recorte de periódico del 2 de junio de 1985. En él se cuenta que Frank Hegler, un joyero de 60 años de edad, recibe la noticia de que su hijo Robert ha muerto y se encuentra en una funeraria de Orlando, Florida, en Estados Unidos.
Aun cuando el joven hijo, a lo largo de sus 17 años de edad, le hubiera dado más de un dolor de cabeza al padre, pues desde niño en varias ocasiones había huido de la casa y de la escuela, el padre acudió a la funeraria más que afligido y apesadumbrado.
Y, si se puede entender que ante casos del tipo del de Robert, un padre más bien descansa al ver muerto al hijo, asimismo se entenderá que si nadie cree que un ser amado de veras ha muerto, menos lo creerá un padre cuando el muerto sea su propio hijo. Así, sucedió que Frank quiso cerciorarse. Abrió la caja y, para su asombro, sin ninguna duda advirtió que el muerto no era Robert su hijo; era Timothy, el amigo amigo de Robert, su compañero en un sinnúmero de aventuras.
Mientras tanto, Robert, tomado por Timothy, yacía en estado de coma en la ciudad de Rowland, Carolina del Norte, acompañado por la madre de Timothy que, por más que sospechara que el joven comatoso no era su hijo Timothy, Timothy Lee Vanderbrook, no se había despegado un sólo instante de su lado desde que fuera notificada por las autoridades.
La historia era la siguiente: Robert y Timothy habían robado un auto y, al darse cuenta de que eran perseguidos por la policía, aceleraron tanto la marcha que se estrellaron. La confusión de identidades se debió a que la única identificación con que contaban los dos amigos estaba en la cartera de Robert, y ésta, por razones desconocidas, fue encontrada en el bolsillo del pantalón de Timothy.
No sé si Robert salió del coma ni, si lo consiguió, en qué condiciones quedó. El recorte es muy breve, deja muchas pistas sueltas, o las que da no conducen a lo esencial. Informa a cuántas millas por hora corría el auto en su fuga y aun cuál era la marca y el precio de éste; pero no menciona al padre de Timothy ni a la madre de Robert ni, tampoco, por qué habían huido los dos amigos tantas veces de tantas situaciones. Comoquiera que fuera, pienso que al padre de Robert le quedó el consuelo de saber que, por más dramático que hubiera sido, el desenlace no equivocó el destino de su hijo.
Una de las dos páginas de la Spoonriver Anthology entre las que me encontré el recorte con el caso de Robert y Timothy recoge el epitafio de Barney Hainsfeather al que, sin embargo, no le fue tan ``bien'' como a Robert. Si el tren de paseo a Peoria se lamenta Hainsfeather sólo hubiera chocado, yo habría salido con vida y no estaría aquí; pero como además se incendió, me confundieron con John Allen y a él conmigo: a él lo enviaron al Cementerio Hebreo en Chicago, mientras que a mí a este sitio. Si ya era malo haber tenido mi tienda de ropa aquí, acabar enterrado aquí es, Ay!