UNA OLA AMENAZADORA

Por motivos aparentemente diferentes, en todos los países latinoamericanos se extienden y radicalizan las protestas sociales. Entre ellas existe un nexo político y social, pues las movilizaciones tienen una motivación y un sustrato común: la resistencia a los costos altísimos en nivel de vida, en derechos, en soberanía, en los planos de la democracia y de la ética, que los pueblos latinoamericanos deben pagar para que funcione el ajuste económico dictado por los grandes centros financieros.

Esta semana hemos presenciado una profunda crisis de régimen en Colombia; manifestaciones obreras y estudiantiles y una grave descomposición político-social y económica en Venezuela; ocupaciones de tierras y protestas populares en Brasil; huelgas en Uruguay; crisis política permanente, movilizaciones masivas en defensa de la democracia y paros en Argentina; huelgas generales e inconformidad masiva en Paraguay; bloqueos campesinos de caminos en Chile; suspensiones permanentes de labores, marchas, ayunos, crucifixiones de jubilados y trabajadores en Bolivia; choques entre la policía y los trabajadores del sector informal, desempleados, en Perú; huelgas y movilizaciones en Ecuador, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Honduras. Esa agitación e inquietud no son excepcionales, ya que preparan nuevas luchas anunciadas para las próximas semanas y son sólo la reacción ante un mal común que tiende a agravarse en todo el continente.

La preocupación de las instituciones panamericanas es grande y se ha expresado tanto en las recomendaciones del Banco Interamericano de Desarrollo como por el Sistema Económico Latinoamericano (Sela): si no se combate la terrible y creciente desigualdad social, que condena a más de la mitad de los latinoamericanos a la peor miseria, no habrá ninguna base ética ni política para exigir sacrificios ni estabilidad social en América Latina. Los gobiernos del continente aumentan sus esfuerzos de integración regional e interregional pero, al mismo tiempo, en cada país y en toda nuestra región crece el número de miserables y de marginados y, simultáneamente, la rabia y la desesperación.

Esta desesperación, por ahora, asume aspectos trágicos pero individuales. Los pobres linchan entonces a otros pobres que se hunden en la delincuencia. O se enfrentan violentamente con quienes deben enrolarse en el ejército o en la policía para sobrevivir y reprimen a sus hermanos, violentamente, por temor y por mala conciencia. O hay quien prefiere matarse quemándose vivo, como muchos jubilados argentinos, a morir de hambre, o se dejan morir en largas huelgas de hambre, se crucifican o mutilan, se cosen boca, ojos, oídos... Pero cuando las protestas multitudinarias o la presión moral y los sacrificios físicos no logran resultados, se abre el camino a la violencia, como sucedió en Chiapas. Los abandonados a la muerte civil o a una lenta muerte por enfermedades o hambre prefieren entonces arriesgar la vida en un sangriento y trágico todo o nada.

Aún se está a tiempo de evitar lo peor, rompiendo con las imposiciones de los financieros, defendiendo los mercados internos y el nivel de vida, salvaguardando los recursos estratégicos y los derechos democráticos. El fundamentalismo de los teólogos del neoliberalismo debe ser arrojado por la borda, si se quiere salvar la nave.