Dulce y amargo
MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Dulce y amargo
Odio el pastel de chocolate. Sé que el verbo odiar es demasiado grave y que parece absurdo aplicárselo a un objeto tan festivo como puede serlo un pastel. También comprendo que tal vez fuera más correcto aludir a mi repugnancia diciendo ``no me gusta''. Me encantaría valerme de esa expresión sin torcer la verdad. Y la verdad es que los recuerdos más amargos de mi infancia se relacionan con el pastel de chocolate.
El responsable de mi aversión por una golosina que la mayoría de los niños relacionan con experiencias domingueras, fue mi padrastro. Era cinco años más joven que mi madre. Tuvo un solo rasgo de sensibilidad: nunca me pidió que lo llamara papá. Siempre me dirigí a él por su nombre: Reyes. No sé si era tan alto como lo recuerdo, ni tampoco si mi padre fue más pequeño porque a él no lo conocí. Murió cuando yo acababa de cumplir cuatro años. Entonces mi madre era una muchacha de veinticinco. Vislumbré el peso de su soledad a través de los comentarios que le hacían sus amigas: ``No es justo que siendo tan joven vivas sola. Necesitas un hombre que te acompañe, que te cuide y que sea un padre para tu hija''.
Siempre me llamó la atención el tono de las consejeras. Ahora entiendo porqué: le hacían a mi madre las recomendaciones más delicadas con el mismo acento que empleaban para señalarle necesidades completamente domésticas: ``Tienes que comprar otro candado'', ``Búscate un buen plomero''. Unas y otras, mi mamá las escuchaba con la misma indiferencia. Sólo la fastidiosa reiteración de las mujeres la hacía opinar: ``Estoy bien así. Además, no creo que haya en el mundo otro hombre como Daniel. Fue muy bueno. Desde que nació nuestra hija, la adoró. El soñaba con que su Pildorita llegara a ser universitaria''.
La Pildorita era yo. Siempre me gustó que mi padre hubiera suplantado mi nombre --María del Consuelo-- por un diminutivo gracioso y divertido. Pronunciarlo me permite, hasta la fecha, reconstruir la ternura con que, en opinión de quienes lo trataron, mi padre nos envolvió.
Sobre la orfandad y la viudez construimos un ambiente adormecido, quieto, como de invernadero. Empecé a ver amenazada esa atmósfera la mañana que salimos de un festival escolar y mi madre me dijo: ``Necesitas un papá''. Lo negué. A las pocas semanas repitió la frase y casi al mismo tiempo se operaron en mi mamá varios cambios: se volvió distraída y cantadora; esto me inquietó menos que verla cortarse el pelo y acceder a que Carmina la anotara en su lista.
Carmina era una especie de protectora y amiga nuestra. Se dedicaba a la venta en abonos de productos de belleza y ropa. Casi todas las mujeres del barrio eran sus clientas. Y veían con asombro que mi madre asistiera a las demostraciones de las nuevas líneas, sin caer jamás en la tentación de comprarse nada. Quizá por eso causó tanto escándalo el hecho de que una tarde preguntara: ``Puedo probarme ese vestido amarillo?''. Fue Carmina la primera en interpretar el hecho como una señal: ``Que se me hace que hay galán en puerta''. Mi madre lo negó todo con demasiada rapidez y entre carcajadas nerviosas.
Esa tarde regresamos a la casa sin hablarnos y con un atuendo nuevo para mi mamá. Después de cenar, la vi sobreponérselo frente al espejo con una expresión de coquetería, que fue algo completamente nuevo para mí. Al percibir mi desconcierto, mi madre arrojó la prenda sobre la cama y corrió a decirme: ``Te prometo que apenas me den lo de la tanda, voy a comprarte un vestido nuevo. Lo quieres amarillo, como el mío? Mi respuesta fue un ``no'' rotundo. A medianoche la desperté para decirle que había cambiado de opinión. Su sonrisa iluminó la oscuridad del cuarto.
La promesa de regalarme un vestido, se convirtió en una especie de salvoconducto que mi madre utilizaba cada que tenía que salir y dejarme encargada con alguna vecina. Ese cambio me intranquilizó más que todos. ``Antes salíamos juntas. Por qué ahora tienes que irte sola?'', pregunté un domingo que mi madre se arreglaba frente al espejo. En vez de responderme dio media vuelta y me abrazó con una euforia que mezclaba más nerviosismo que ternura.
Mi madre cumplió la promesa de regalarme un vestido, días antes de casarse con un desconocido para mí: Reyes. ``Quiero que seas mi paje y que todos te vean muy linda, Pildorita''. Ella no acostumbraba decirme así. Me molestó que lo hiciera, cuando un extraño estaba a punto de ocupar el sitio de mi papá. Lloré sin poder explicarle las causas.
La boda fue un viernes. Regresamos de la iglesia en coches separados. Mi mamá y Reyes viajaron juntos. Carmina se encargó de mí. En el trayecto a su casa, donde sería la fiesta, quiso alegrarme enumerando las ventajas de que mi mamá tuviera un esposo y yo un padre: ``Te acompañará a los festivales de la escuela''. Cerré los ojos. Por más esfuerzos que hice, no logré imaginarme a Reyes diciéndome Pildorita.
La fiesta estuvo muy animada. La música se oía cada vez más alto, lo mismo que las carcajadas de Reyes. Mi padrastro conquistó a todo el mundo con sus habilidades de bailarín, su gracia para contar chistes y su capacidad de bebedor. Antes de irse a la luna de miel, mi madre le agradeció a Carmina que aceptara alojarme en su casa hasta el lunes; luego se hincó y me pidió que la besara. ``Y para mí, no hay beso?'', preguntó Reyes. La cercanía de aquel hombre me asustó. Retrocedí. Para restarle importancia al rechazo, mi padrastro soltó una carcajada e intercedió para disminuir el enojo de mi madre: ``Preciosa, no te disgustes con tu hija. Es natural que se porte así, porque no me conoce; pero sé que con el tiempo y un ganchito, como dice la canción, seremos buenos cuates''.
Comprendí lo que Reyes significaba para mi madre, cuando vi su sonrisa mientras se dirigía hacia el coche que llevaba una ristra de botes en la defensa. Sonaron en cuanto arrancó el automóvil. Nunca olvidé aquel estruendo y hoy lo interpreto como el augurio de lo que sería nuestra vida a partir de aquel momento: un infierno por el que fuimos descendiendo según cambiaba, de la noche a la mañana, el humor de Reyes.
Mi padrastro justificaba sus prolongados silencios o su verborrea brutal raras veces. Lo hacía con expresiones muy vagas que nunca entendí bien, pero que de alguna manera responsabilizaban a mi madre hasta hacerla llorar. La pobrecita dejó de ser cantadora, pero en cambio acentuó sus distracciones. Vivía en una especie de ensoñación que la ausentaba del mundo y de mí.
La primera vez que Reyes la golpeó era domingo. Durante la comida él bebió mucho y al fin cayó dormido. Cuando despertó llamó a mi madre: ``Ven a acostarte''. Ella respondió: ``Espérame a que termine de lavar los platos''. Yo iba a encender la tele y apenas logré apartarme cuando Reyes pasó decidido a arrojarse sobre mi mamá que, tomada por sorpresa, no pudo evitar los golpes. Me asusté y desde la puerta pedí ayuda. Una vecina llegó: ``Ahorita voy por la patrulla''. No fue necesario: Reyes ganó la salida y nosotras fuimos en auxilio de mi madre que, tirada en el suelo, se quejaba.
Hasta el anochecer estuvimos solas. Ibamos a acostarnos, cuando se abrió la puerta. Era Reyes. Borracho otra vez nos gritó: ``Dónde están mis princesas?''. Mi madre y yo nos abrazamos temblando. Mi padrastro se extrañó: ``A poco iban a dormirse? A la chingada, qué! Vístanse porque vamos a salir. No se acuerdan que es domingo?''.
Llegamos muy temprano al restaurante. Reyes eligió un lugar cerca de la ventana y cuando apareció la mesera le ordenó: ``Sírvales a mis princesas lo mejor que haya''. La empleada contestó: ``Aquí la especialidad es el cabrito''. Sólo Reyes se entusiasmó. ``No les gusta?''. Bajé la cabeza. Mi madre se soltó llorando. Mi padrastro se acercó todavía más a ella. Comenzó a sobarle los golpes, a besarla y a pedirle perdón: ``Bonita, linda, te juro que no vuelvo a ponerte una mano encima. Dime que me perdonas''. Mi madre, temblando, asintió con la cabeza.
Reyes, con los ojos arrasados en lágrimas, se dirigió a la mesera: ``Estamos celebrando. Ahora sí tráiganos algo dulce: pastel de chocolate''. La empleada regresó y puso las raciones sobre la mesa. Al ver que no las tocábamos, Reyes cortó un trozo de pastel y lo metió en la boca de mi madre. Mientras ella, aún llorando en silencio, lo masticaba él se puso a acariciarla de una manera horrible. Para no ver la escena me volví hacia la ventana: la calle estaba desierta.
Por desgracia hubo muchos otros días idénticos a aquel domingo. En todos, hubo pastel de chocolate y lágrimas.